«Esta biografía es un homenaje al descomunal talento de Kiker»
'En el reino de Kiker'. El periodista de EL COMERCIO Adrián Ausín presenta el martes, en el Antiguo Instituto, las memorias noveladas de «uno de los grandes pintores asturianos de todos los tiempos»
En un hórreo «en medio del monte», en el concejo de Aller, lejos del arte y lejos de todo, nació Kiker en 1949. Nadie sabe cómo ni por qué este niño –«hijo y nieto de manitas, pero no de pintores»– empezó a recorrer su patria chica con «un bloc, un lápiz y una navaja», con los que empezó a retratar lo que sus ojos veían y lo que su imaginación dibujaba en el vacío. Su éxito fue precoz y se ha prolongado durante décadas. Ahora, el periodista de EL COMERCIO Adrián Ausín se lanza a publicar 'En el reino de Kiker', una biografía novelada que hace justicia a «uno de los grandes pintores asturianos de todos los tiempos», que tiene tras de sí «una historia suculenta llena de peripecias», esa que presentará el martes, a las 19 horas, en el salón de actos del Antiguo Instituto, acompañado de Paché Merayo.
Según cuenta, todo empezó hace tres años «con un café en el Dindurra», tras el cual el creador le entregó toda la documentación que guardaba de su trayectoria. A pesar de que ahí había toneladas de información, el artista no puso reparo alguno en iniciar una larga ronda de entrevistas en la cual fue «muy abierto y sincero», demostrando que su timidez ante el público «se torna en simpatía en las distancias cortas».
Lo contó todo, no se dejó nada en el tintero este artista allerano que llegó a Gijón con su familia, a los 14 años, tras la decisión de su padre, Ovidio, de alejar a los hijos de la mina. Se instalaron en Las Mil Quinientas de Pumarín, aunque pronto Kiker se hizo con una buhardilla en el barrio del Carmen que le sirvió de trinchera: «Allí pintó, pero también fue sede social de artistas y cobijo de tremendas juergas», anota entre risas Ausín. Hubo de todo en aquellos años de juventud en los que «se iba a dedo a Madrid, donde dormía debajo de un puente y se empapaba de arte». También lo hizo en París, adonde viajó con «5.000 pesetas en mayo de 1969 y se pasó cuatro semanas de bohemia total», haciendo retratos a turistas y encadenando experiencias que también le sirvieron para descubrir «un arte que no conocía».
Fue enriqueciendo su mirada y abriendo Asturias a esos aprendizajes que contrastaban con los óleos de hórreos, playas y paisajes que entonces imperaban en las galerías. «Irrumpió con una pintura provocadora, fresca, desinhibida y llena de fantasía que enseguida llamó poderosamente la atención», rememora Ausín.
Aquel joven Enrique Rodríguez suscitaba filias y fobias, pero «triunfó rápido porque tenía una personalidad y un talento arrolladores» y, sobre todo, «porque no se frenaba a la hora de expresarlos con los pinceles. Su expresionismo aderezado con un realismo mágico 'marca de la casa' rompía con las convenciones», por lo que enseguida se aupó a la cresta de la ola de una vanguardia de la que, durante décadas, ha sido uno de sus indiscutibles protagonistas.
Así ocurrió en Van Dyck, la sala gijonesa abierta por Alberto Vigil-Escalera de la que Kiker fue durante más de dos décadas «pintor de cabecera» con una exposición anual que lo vendía todo pese a su elevada cotización. «Era una exposición anhelada por la legión de 'kikerianos' que causaba sensación entre público y crítica». Su última muestra individual tuvo lugar en 2017, en Aurora Vigil-Escalera. Con ella, Kiker decidió poner fin al pudor que le produjo siempre desnudar su arte ante la mirada ajena. «Él cuando pinta echa el resto, pero que ese arte se someta al juicio del público le parece un mercadeo que siempre le ha desagradado profundamente», explica Ausín, quien recuerda que muchas veces cuando se acercaba la fecha de inaugurar «Kiker volaba a Nueva York» para evadirse de la cita».
El quinto libro
Huía así de los focos como hacía cada vez que le tocaba recoger un premio. «Mandaba al suegro, a su pareja o a un amigo porque, aunque es un grandísimo talento, también es un gran tímido al que siempre le ha costado enfrentarse al público». Donde se siente a gusto el genial allerano es ante el lienzo, en el que se sigue refugiando cada día, mañana y tarde, pues Kiker sigue siendo, a sus 75 años, «un trabajador infatigable». Desde 2017, sin focos, un anonimato que le ha reportado un alivio interior, pero que «ha mermado la repercusión pública de su extraordinaria trayectoria artística».
Quien firma esta biografía –autor con anterioridad de 'Gijón escultural', 'Cilurnigutatis Boulevard', 'El buen salvaje' y 'García'– se dejó sus ahorros en 2005 para adquirir dos obras de Kiker en la primera exposición que visitó. Casi dos décadas después cierra el círculo de su fascinación kikeriana escribiendo su biografía, «la mejor forma de homenajear su descomunal talento».
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