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El acueducto de Pilares fue la única fuente de agua de la ciudad durante la mayor parte del siglo XIX E.C.

Oviedo en otra pandemia

Cólera en 1865. Cierres perimetrales, ventilación y desinfecciones. Todo estaba ahí. El médico Marcial Taboada combatió y contó la enfermedad

Sábado, 1 de mayo 2021, 21:26

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Un patógeno desconocido, que avanza hacia Europa causando muerte y miseria; una soterrada batalla entre los responsables de salud pública y los intereses económicos, datos de contagios y fallecidos confusos, cierres perimetrales, desinfecciones... Lo de ahora ya lo vivió Oviedo hace más de 150 años.

Marcial Taboada de la Riva fue senador, presidente de la Sociedad de Medicina Hidrológica y médico de la Armada, pero también fue el «médico provincial de epidemias» al que recurrió demasiado tarde, según le reprochará el doctor, el Gobernador de Asturias para controlar la de cólera que azotaba de nuevo a Oviedo en el otoño de 1865. De la experiencia publicó un opúsculo de largo título: 'Observaciones sobre el desarrollo del cólera-morbo en la ciudad de Oviedo y su concejo en el año de 1865 y principios de 1866', pero antes de entrar en él conviene dibujar la ciudad que asoló el mal.

Oviedo contaba por entonces 15.000 almas, que bebían, cocinaban y se lavaban con las aguas de quince fuentes alimentadas por el manantial de Fitoria, conducidas por el acueducto de Pilares y repartidas por una ciudad por la que aún corría en algunos tramos en superficie el arroyo de Foncalada. La ciudad crecía y se transformaba al calor de un incipiente desarrollo fabril, que chocaba con la falta de recursos hídricos. Un estudio concejil para ampliar las captaciones de 1864 calculaba «un baño por vecino cada veinte días». Poca higiene. Caldo de cultivo ideal para que el cólera, que golpeó repetidamente a Oviedo durante el siglo XIX, ataque de nuevo.

El 11 de noviembre de 1865, el Gobernador de Asturias manda llamar a Marcial Taboada de la Riva para ponerlo al frente de «la inspección epidémica» de una ciudad que ya está «invadida por el cólera morbo», escribe el facultativo, que tiene por entonces 29 años. Lo que sigue es un cuadro que nos es familiar: un resumen de casos, fallecidos y curados por días, repartidos entre «hombres, 'mugeres' y niños». El cuadro suma 36 muertes de 135 casos diagnosticados, la mitad de ellas, mujeres, que también son más (54 de 135) entre los contagiados. Pero las cifras no le cuadran al médico gallego, que recurre al «exceso de defunciones» con respecto al mismo periodo del año anterior, para cifrar en 210 los muertos causados por la pandemia entre el noviembre de 1865 y enero del año siguiente. «Apelo al buen criterio de mis ilustrados comprofesores y al sentido común», dice, que este exceso de mortalidad «no puede racionalmente explicarse más que por el desarrollo de una enfermedad pandémica».

En 1865, 15.000 vecinos bebían, cocinaban y se lavaban con el agua de quince fuentes públicas. En la imagen, la de Foncalada.

De ese dato, cruzado con el morbilidad, calcula que los casos reales «de invasiones» sobrepasaron los 800. «Es un argumento incontestable», «indiscutible como una línea recta», «tan persuasivo», que «en aras de las circunstancias 'especialísimas' que hemos atravesado durante la última campaña pandémica», aún pudiendo «decir mucho, terminaremos por no decir nada». Taboada no está contento cuando envía su resumen al Gobernador civil y reta a las autoridades concejiles, a la «junta local de sanidad», a que «manifiesten qué causas o enfermedades motivaron el mayor número de defunciones» que las que estos quieren reconocer en la estadística oficial del brote.

El cólera

Taboada de la Riva no lo sabe y cree que el mal con el que le toca lidiar se propaga por «emanaciones o efluvios vegeto-animales», por el aire. «Si el análisis no lo ha demostrado hasta hoy» es «porque sus medios dejan mucho que desear», dice. La causa «es una misma» salida del Ganges e «importada por personas o cosas», «a través del tiempo y de las localidades». «El cólera salió del Ganges con ejércitos, con embarcaciones, con mercancías, con peregrinos y al cabo de un tiempo más o menos largo, llegó hasta nosotros», acierta y relata la creciente angustia ante el avance de la enfermedad en su camino hasta Oviedo. «Cuando se nos dice: el cólera hace estragos en la India... se nos olvida», «cuando pasa a Egipto, la Meca o Constantinopla, su recuerdo (la que viene es la tercera pandemia causada por la bacteria) deja desgraciada huella» y «ansiamos impacientes los detalles de su viaje», cuando toca «el litoral europeo y tememos ya su presencia, lloramos» porque «no se detendrá hasta nosotros». «Más, ¡ay! que en Valencia», por donde entró el cólera ese año, se presentan casos, «no queda más que resignarnos, elevar el alma al Criador y entregarse» a «los cuidados salvadores de la higiene y la medicina».

Todos saben lo que trae una enfermedad «aterradora» que acabará «diezmando nuestras ciudades, llenando de silencio los pueblos, condenando al silencio a nuestras fábricas, paralizando nuestro comercio y sembrando angustia y dolor en las familias». Si en la lista el doctor hubiera añadido a los bares, lo clava.

Está equivocado, en cambio, en la trasmisión del patógeno. En lugar de mirar al agua, mira al aire y, a falta de mascarillas, insiste en reclamar «el alejamiento de los focos de infección, la ventilación y la desinfección» como medidas higiénico-sanitarias que «pueden minorar y aún hacer nula su presencia». Taboada ya liga los casos con «circunstancias locales» parecidas a las de la cuna de la enfermedad: aguas con «fermentos, restos animales» o «despojos vegetales en descomposición» y salta al latín – 'Salus pópuli suprema lex esto'– para pedir al «Estado y las autoridades» que eviten la «exposición de las poblaciones» a «focos infectos: charcas, lagunas y pantanos» y las doten de medios con «sus alcantarillas, sus hospitales y hospicios».

Entre los pobres

Taboada compara el golpe que le ha tocado con el impacto del cólera entre 1830 y 1834 y concluye que, como en el resto del mundo, la enfermedad es ahora menos mortífera y se ceba sobre todo «en individuos débiles o gastados», hay pocos «hechos fulminates» y son «los niños y las mujeres las víctimas epidémicas predestinadas».

«El cólera comenzó, como siempre, en los barrios extramuros de la población y en los intramuros de peores condiciones higiénicas». Los casos en las «calles céntricas» y en las casas «bien acondicionadas» fueron «en muy corto número». La bacteria atacó mucho más duro en «Santullano, Postigo y muy especialmente en la Puerta Nueva y sus inmediaciones». Taboada lo achaca a «la incuria, el desaseo, la falta de ventilación y de excusados en la mayor parte de sus casas», ignorando que en esas zonas usan aguas contaminadas desde las portes altas de la ciudad.

Cuando los casos de disparan e interviene el Gobernador mandando a Taboada al frente, este establece «en aquel punto una casa de socorro de urgencia», un 'Zendal', con su personal sanitario para aislar «a los enfermos coléricos» y ponerse a desinfectar, con «un servicio de fumigaciones» que, con «vapores nitrosos», «practicamos con tenaz insistencia» hasta erradicar la epidemia. Eso y un cierre perimetral, lo que llama «un lazareto cuarentenario en los límites jurisdiccionales» de Oviedo, «con el objeto de impedir la importación miasmática» y «que personas o cosas» pudiesen entrar o salir de la ciudad. «Más la dificultad que siempre ofrece este servicio y la falta de inspección impidieron el rigor» en la medida, relata Taboada. En un envío de «unos fardos de ropas» de procedencia «más que sospechosa» y que entraron a la ciudad, sitúa el origen del brote, aunque es más probable, de ser así, que fueran los carreteros y no su carga. Un mes después, relata, y no sin oposición, Taboada impidió la entrada de «una nueva remesa»

El brote se apaga a finales de diciembre, pero una segunda ola aparece en Olivares a finales de febrero. Ahora es el alcalde, Victoriano Argüelles, el que pone a Taboada al frente de la emergencia, con dos facultativos más. A su llegada hay nueve hombres, 13 mujeres y 14 niños «con los síntomas». El cuadro se repite: «Desaseo, incuria y la más lamentable miseria aqueja a aquellos habitantes», dice. Con alguna probatura –el vinagre fénico, que no dio resultados– y con las mismas medidas que en la ciudad «la epidemia cedió tan rápido como rápida había sido su evolución». Uno de cada tres contagiados (22 de 62). «Desde entonces a hoy, nada que nos recuerde, tan aciagos momentos. Quiera el cielo que podamos decir lo mismo en lo sucesivo».

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