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Una de las visitas guiadas a la iglesia románica. FOTOS: XUAN CUETO Y P. A. MARÍN ESTRADA
HISTORIAS DEL CAMINO DE SANTIAGO

San Antolín de Bedón: el conde Muñazán, la doncella y el jabalí

Rutas. Atrás las murallas de la antigua Puebla de Aguilar y pasado Po, al llegar a Celoriu, el peregrino acertará si elige avanzar por la senda entre la playa Palombina y la desembocadura del Bedón

PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA

Domingo, 24 de octubre 2021, 18:52

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El Camino de Santiago a su paso por el concejo llanisco ofrece al viajero diversas alternativas al trazado oficial aprovechando las numerosas rutas senderistas que lo recorren. Pocas lo defraudarán en belleza del entorno y todas le llevarán, como al que va a Roma, a seguir la vía a Compostela por donde quiera que salga a buscarla. Una vez que haya dejado atrás las murallas de la antigua Puebla de Aguilar -convertida en la villa de Llanes por el foro que le otorgó Alfonso IX de León- y pasado Po, al llegar a Celoriu, no se arrepentirá si elige avanzar por la senda que discurre entre la playa Palombina y la desembocadura del río Bedón. No debía alejarse mucho del camino original que unió durante siglos los monasterios de San Salvador y San Antolín. Hace años, el recordado Pablo Ardisana invitó al escritor vasco Bernardo Atxaga a visitar ambos cenobios. Le contó que los dos habían sido fundados más o menos por la misma época y que fueron conventos de benitos. Al creador de Obaba le llamó especialmente la atención de que estuvieran asentados a orillas del mar: «Parecen dos monasterios irlandeses y que sus fundadores hayan llegado en barca», bromeó a su amigo Ardisana con toda la seriedad de un narrador que ha hecho de las fábulas y la tradición oral uno de los cimientos simbólicos de su obra.

La figuración de Atxaga no resulta excesivamente fantasiosa si tenemos en cuenta esa ubicación de las dos abadías al pie de sendas playas. Los fundadores benedictinos bien pudieron llegar a Asturias atraídos por la estela piadosa de las peregrinaciones a Oviedo y Santiago: el vínculo con la primera de las sedes se evidencia en la consagración a San Salvador del templo de Celoriu. Y viniendo de Francia es verosímil que lo hicieran en barco atravesando el golfo de Gascuña -o de Vizcaya en los mapas actuales, como tantas expediciones de penitentes jacobeos. Tal vez desembarcaran en Llanes o por localizarles un escenario más coqueto en la ensenada de Niembro. Y que alcanzaran Celoriu después de haber vislumbrado en un atardecer, por la hora de vísperas, esa efigie del Salvador que algunas cámaras han retratado al fundir el perfil de varios acantilados. Si no fue así, podría imaginarse perfectamente.

San Antolín de Bedón cuenta con su propia leyenda fundacional, un relato que comparte, por cierto, con otras abadías como San Juan de la Peña o Santa María de Aguilar de Campoo. Existen varias versiones y todas protagonizadas por don Munio Rodríguez Can, el conde Muñazán, al que se emparenta con Rodrigo Álvarez de las Asturias y por tanto con el caballero Ruy Díaz de Vivar, el Cid. Se le atribuía fama de belicoso, atribulado y cruel, unos rasgos que no le distinguirían mucho de la mayoría de los nobles de armas tomar de su tiempo, pero que en la narración legendaria sirven para remarcar la intención piadosa que la justifica. En la variante más simple, se cuenta que el conde se perdió por los bosques ribereños del Bedón siguiendo el rastro de un jabalí. Tras perseguirlo durante horas, lo pudo ver a tiro de venablo en un claro, cuando el animal se acercaba a beber en las aguas del río. Tenía un tamaño descomunal y antes de volver a desaparecer en la espesura se quedó mirando unos instantes al cazador con ojos retadores. Volvió a encontrárselo don Munio de nuevo a la orilla del río, sobre un pedrero, en el lugar donde desembocaba en el mar y esta vez, el conde no dudó en correr a acometerlo con su lanza. El jabalí no se movió. Y al recibir la primera herida, desapareció transformándose en un brillante halo de luz. Muñazán lo tomó como una señal divina para que se arrepintiese de sus muchos pecados y así fue como decidió fundar un monasterio para expiarlos retirándose en él.

En la otra versión más conocida, el conde sale a la caza del jabalí y cuando está a punto de alcanzar a su pieza estalla una tormenta. Don Munio se ve obligado a abandonar la presa y a buscar un refugio en el que cobijarse. Así llega a la vega del río Bedón donde atisba una cabaña y en ella a una muchacha muy hermosa. Intenta forzarla y la joven huye a través del bosque. Tiempo después Muñazán decide regresar a la cabaña y allí ve a la chica abrazándose con su amante. Los mata con auténtica saña. Luego entierra los muertos con los cantos del pedrero de la playa cercana. Allí a la orilla del río reaparece el jabalí al que no pudo dar caza y le mira fijamente a los ojos. El conde lo interpreta como un aviso del cielo para que enmiende su vida y resuelve fundar el monasterio. En uno de sus canecillos románicos puede verse la figura de un cazador 'corando' a un jabalí. Pudo ser mandado de don Munio para que al menos en piedra perdurable aquella pieza no se le volviera a escapar.

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