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Hay joyas de nuestro patrimonio artístico que merece la pena volver a visitar cuando se tiene ocasión y si en la anterior etapa nos despedíamos entrando a contemplar los frescos de la iglesia de Santa María de Llas, bien podemos iniciar el recorrido de la nueva en el mismo punto que nos pilla de camino. El templo que hoy localizamos en las afueras de Arenas, es vestigio de que el caserío de la villa cabraliega se ubicó aquí hasta el siglo XIX. Fue fundado por los Escuderos de Arenas, caballeros de la orden de Calatrava y aparece citado como iglesia abacial ya en una fecha tan lejana como la de 1385. Los murales del ábside son del 1591 y un siglo después se construyen en pórtico y capilla lateral de la cara sur, mientras que los de la cara norte son de mediados del siglo XVIII, de unas décadas antes de que se levantes las bóvedas con sus pinturas. Su principal maravilla es la de cómo estilos tan diferentes y de épocas tan diversas han logrado un resultado como el que vemos hoy.
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Y así, imbuidos de la belleza de esta singular iglesia podremos arrancar un trayecto que se nos presenta algo más cuesta arriba que los anteriores y tan lleno de sorpresas gratas como todos los que venimos recorriendo.
Avanzamos hacia Arangas y casi al comienzo de la ruta, si van ustedes con tiempo y ánimo suficiente, pueden desviarse a la altura del kilómetro 1 por una senda que va paralela al río Ribeles para conocer el batán de la Pisa de la Sertal, un ingenio hidráulico destinado en su tiempo a batir la lana de los que no quedan tantos en esta zona de Asturias como en su región occidental. Es un rodeo corto y estupendo para ir calentando las botas con la vista puesta en la ahora aparentemente lejana Sierra del Cuera, cuyas estribaciones nos acompañarán como sombra tutelar a medida que vayamos tomando altura. En Arangas nos espera otra iglesia rural de armónico alzado, la de San Pablo, datada en el siglo XVI aunque conserva una ventana ojival que podría remitir a un templo anterior posiblemente tardomedieval. Un imponente texu se eleva en su campo, dominando el pueblo. Digno de ver también es el palacio renacentista de Navariego, de colosal estampa y con su particular rincón secreto, el de la llamada Juente de las Infantas, emboscada en leyendas que los más imaginativos vinculan a un remoto culto a las aguas.
En Rozagás ya la presencia del Cuera es parte del escenario natural por el que ascendemos y un mundo que nos lleva a la cultura pastoril que dejó aquí su improntan en numerosas majadas como las de El Pandu, El Cantu o el Colláu Huerdu, ésta última a la vera del camino en el límite entre los concejos de Cabrales y la Peñamellera Alta, el Valle Altu en la toponimia local. Aquí enlazaba con un tramo del antiguo Camín Real que venía de Áliva y Tielve para descender a Arenas. Varios paneles informativos nos ilustran acerca de la minería del hierro y la importancia que tuvo en la zona hasta épocas cercanas. Sobre nosotros, el centinela del Cuera, la cumbre aguda del Picu Turbina (1.317 m.), una de las cotas más populares entre los aficionados a la montaña y el punto más alto del concejo llanisco, al que pertenece. La ruta a su ascenso parte de ahí. Entre los macizos muros de las viejas casas del pueblo levanta los suyos el recio templo dieciochesco de San Francisco de Asís que conserva un arco carpanel del XVI.
Ya en tierras del Valle Altu de Peñamellera, descendemos hacia la vega brava del río Jana (¿un hidrónimo relacionado con las janas, como se llama a les xanes por aquí?) y más abajo aún con el cauce del río Rumor, fiel a su nombre incluso en tiempo de verano. Entre bosques de castaños, robles y encinares, volveremos a encontrarnos con las aguas del Jana antes de iniciar un nuevo ascenso hacia Alles.
La capital del concejo, ubicada sobre un altozano que domina los cercanos valles del Cares y el Baju de la otra Peñamellera, tiene algo de villa indiana y señorial: calles tranquilas y espaciosas, casas con jardín y la monumental iglesia de San Pedro, de un barroco tardío y un sugerente reloj de sol en la fachada. Ahí donde la ven, fue la causante de la ruina de su antecesora, San Pedro de Plecín, abandonada en el 1787 por la construcción de la nueva, un regalo a su pueblo del clérigo Juan de Mier y Villar, retornado de Guadalajara (México), en cuya catedral fue racionero. El antiguo templo románico, sin embargo, le ha ganado la partida en cuanto a interés arquitectónico y estético. Sus solemnes ruinas tapizadas con el verde rabión de las malas hierbas y con la Pica Peñamellera al fondo de colofón ofrecen al visitante un enclave de gran belleza. Parece un buen lugar para meditar o para descansar serenamente tras recorrer una etapa tan intensa como la que acaba aquí.
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Samantha Acosta | Gijón
Fernando Morales y Sara I. Belled
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