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AZAHARA VILLACORTA
Lunes, 17 de agosto 2020, 02:15
Fue «hace catorce o quince años», ya no lo recuerda bien la avilesina Cristina Muro de Zaro, cuando a su marido, Mariano Blanc, un economista brillante formado en el Liceo Francés que los últimos veinte años de su vida laboral fue director financiero de Duro Felguera, un apasionado del toreo y la montaña, «además del hombre más maravilloso sobre la faz de la Tierra», le diagnosticaron Parkinson. Y aquellos ligeros temblores iniciales dieron paso a un calvario en el que «incluso le implantaron varios electrodos en la cabeza». Una intervención que duró catorce horas, que «no sirvió para nada» y a la que Mariano -que permaneció despierto durante todo ese tiempo- entró cantando una vieja canción francesa.
Lo cuenta él mismo mientras la tararea, con el cuerpo arrasado por la enfermedad, pero con la vitalidad intacta. Él, que a duras penas puede permanecer unos segundos en la misma posición y hacer inteligibles sus palabras, pero que no para de bromear mientras consigue coger un capote y dar un lance para recordar los días en los que las mejores ganaderías de toros bravos lo invitaban a sus capeas.
«¿Eutanasia? Ni borracho», embiste como un miura en tiempos de pandemia. Porque, a pesar de la COVID-19, la vida no se detiene. Y porque de lo que tiene ganas Mariano Blanc -padre de ocho hijos y abuelo de 35 nietos- es «de vivir», así que ni pensar en «morir con vaselina». Porque «de lo que hablamos» -sostiene en uno de los pocos momentos en los que se pone serio este emprendedor que empezó desde abajo en Ensidesa, que luego llevó adelante complejísimas negociaciones en varias empresas, que investigó en el MIT, que viajó diecinueve veces a la India y que se codeó con artistas como Mark Knopfler o Kiko Veneno como promotor de sus espectáculos en la Expo de Sevilla- es «de autorizar un asesinato».
Una visión -aclara Cristina, que le sirve de manos y de voz- en la que tienen mucho que ver sus «profundas convicciones religiosas», pero no solo. «Si Dios quiere que esté así, no le vamos a llevar la contraria, pero es que, además, Mariano tiene mucho que aportar y que decir todavía». Solo un ejemplo: «Muchos de nuestros nietos juegan al fútbol y, cuando terminan los partidos, lo primero que hacen es llamarlo para comentarlos juntos».
Eso sí, respetan a todos aquellos que, llegado el momento, decidan poner fin a su sufrimiento. «Entendemos que, si estás con unos dolores terribles, te tiente la idea, claro. Pero nosotros creemos que para eso está la medicina paliativa. Yo me temo que hay más de soledad y tristeza cuando se desea no vivir. Eso es lo que me da pena. Y, luego, la sensación de que te cargas a alguien debe ser difícil de superar. Mariano está realmente mal y ni se le pasa por la cabeza. Cuando la pandemia pase, ¡quiere ir a Salamanca a torear!», exclama Cristina, que, con todo, no oculta que la situación se vuelve «muy dura» por momentos. Esos en los que solo quiere gritar de pura impotencia. O aquellos en los que apenas le reconoce, porque «el Parkison te cambia por completo», pero en los que sigue viendo al «buen marido, buen padre, trabajador incansable para sacar a toda la prole adelante. No soportaría mandarle a una residencia. Es de justicia que lo cuide aunque sea yo la que me muera en el intento, porque es un hombre que lo ha dado todo de sí mismo toda su vida» y del que Cristina se enamoró pese a la férrea oposición de su padre. «Fuimos 'Romeo y Julieta'», añade Mariano, que, además de las capeas, añora los riscos que tanto escaló.
También extraña la montaña como se extraña a un primer amor Arturo Rodríguez Ollero, que, antes de enfermar de ELA, llegó a hacer cumbre en más de cuarenta picos en apenas nueve meses y para quien el confinamiento para frenar al coronavirus duró 119 días con sus noches, y ahora, pese al «miedo», intenta recobrar «cierta normalidad, pero con mucho cuidado», impelido por una certeza: «Para mí, el virus es certidumbre de fallecimiento, así que no nos podemos permitir ningún fallo».
Para él, el amor por la montaña empezó en la adolescencia. Y, con el correr del tiempo, en la empresa crearon un pequeño grupo de deporte. «Es algo de lo que me siento muy orgulloso», relata este gijonés que trabajaba como conductor de autobuses en EMTUSA y que supo que algo iba mal cuando comenzó a tropezar con la pierna izquierda. «Hasta que aquellos tropiezos empezaron a ser un problema de seguridad para mis compañeros y para mí, con lo cual decidí parar y enfrentarme a ir al médico, algo que me producía auténtico pavor. Y, tras muchas vueltas, las pruebas confirmaron nuestros peores temores: tenía ELA».
Eso fue hace una década y todo frenó en seco. «Con 35 años y dos hijos, uno de diez y otro de cuatro, el diagnóstico se lleva por delante toda tu vida tal y como la concebías. Te vas a quedar , poco a poco, tetrapléjico y vas a perder el habla y tus músculos. Los pulmones se van a atrofiar hasta dejar de funcionar y hasta que mueras, en un tiempo que varía en cada paciente, pero que de media son cinco años. Nadie conoce su verdadera capacidad de sufrimiento hasta que algo así se cuela por la ventana», escribe Arturo, que se comunica a través de un ordenador que controla con la mirada. Los ojos son ya la única parte del cuerpo inerte que puede mover. «Ha sido una década en la que hemos vivido casi día a día, reinventándonos en cada momento de dificultad. Por ejemplo, empecé a usar la silla de ruedas antes de la cuenta, para seguir teniendo cierta independencia y autonomía», relata este enamorado de la música heavy, que, con silla y todo, hasta hace muy poco, siguió yendo a conciertos con los amigos, «esa familia que sí se escoge».
«Llevo seis años alimentándome por una sonda gástrica y algo más de dos respirando por una traqueotomía que me conecta a un respirador eléctrico. Hemos participado en dos ensayos clínicos. Uno de fármacos y otro de células madre. Los dos se cerraron sin éxito», resume un periplo en el que su mujer y sus hijos han sido fundamentales. «Ella ha tenido que aparcar su faceta laboral para cuidarme, porque es imposible hacer frente a pagar cuidadores para cubrir todas las atenciones que necesito las 24 horas, y mis hijos han crecido aprendido a echar una mano cuando se necesita. Nadie se imagina a un niño haciendo cosas de enfermera titulada, pero ese es el día a día en nuestra casa. No hemos querido que los nenos vivieran de espaldas a todo esto. Siempre han estado informados de todo y, cuando hay que tomar decisiones, son partícipes al cien por cien». Y, en paralelo, ha seguido peleando desde la asociación ELA Principado «por una atención sociosanitaria más justa y una Ley de Dependencia que tenga en cuenta las particularidades de una enfermedad que a nadie parece importar».
Así que a Arturo y los suyos se reunieron tras las navidades y trazaron una línea roja después de que en diciembre llegase el último mazazo: un diagnóstico de demencia fronto-temporal. «La frontera es ser una persona con la lucidez suficiente para no hacer pasar un infierno adicional a mi familia. Por eso creo que el derecho a morir dignamente debe ser un derecho universal en el siglo XXI. Hay que ser muy valiente y generoso para decidir hasta dónde quieres llegar con tu enfermedad y reunir a tus seres queridos y agradecerles sus cuidados y generosidad para luego decirles adiós. A mí, que soy un enamorado de la vida que pretende seguir luchando por ver crecer a sus hijos, no se me ocurre mejor manera de morir».
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Jon Garay e Isabel Toledo
J. Arrieta | J. Benítez | G. de las Heras | J. Fernández, Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras y Julia Fernández
Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras, Miguel Lorenci, Sara I. Belled y Julia Fernández
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