«La forma de dar la clase ya no es la que era antes»
Profesores. Mientras unos viven su último curso antes de la jubilación, otros aterrizan en las aulas en medio de una pandemia que ha transformado la docencia
ANA RANERA
Domingo, 14 de marzo 2021, 02:20
Aún queda en el recuerdo de alumnos y profesores aquel último día en que, el curso pasado, se despidieron de la normalidad de las aulas sin decirle adiós. Por aquel entonces, los estudiantes salieron de clase con la ilusión de unos cuantos días sin ir al cole, mientras los docentes se marchaban para sus casas con la incertidumbre y el miedo de saber que se enfrentaban a algo completamente nuevo. En marzo llegó a sus vidas la docencia 'online' que tantos quebraderos de cabeza les daría y, en septiembre, con el nuevo curso, se estableció en sus rutinas una presencialidad distante en la que todo había cambiado.
Este caos en las aulas les tocó vivirlo a todos, a quienes estaban a punto de jubilarse y nunca se hubieran imaginado así su último año y, también, a aquellos que arrancaban su carrera y vivieron unos inicios poco esperados, aunque, eso sí en ambos casos, para el recuerdo.
Paco Martínez Viadas llevaba 38 años con el encerado a sus espaldas cuando empezó esta pesadilla que lo empujó a anticipar su jubilación en lugar de pedir una prórroga como llevaba toda la vida imaginando que haría. «Las circunstancias me hicieron ver que tenía que dejarlo», cuenta. «Me jubilé en diciembre», apunta todavía con algo de nostalgia. Pero es que el confinamiento hizo estragos en sus ganas de seguir adelante. «El año pasado fue un estrés brutal y este quise ahorrarme seis meses de mascarilla», relata.
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Él impartía clase de Biología en primero y cuarto de la ESO y en segundo de Bachiller en el instituto ovetense Alfonso II y los cambios que les trajo el coronavirus no fueron, ni mucho menos, fáciles. «Viví marzo, abril y mayo con un intercambio constante de correos electrónicos con los alumnos hasta que nos establecimos en 'Teams'. Pero incluso así, siempre hay estudiantes a los que no les funciona internet o tienen cualquier tipo de problema», señala. «Tienes que fijarte en cada uno como hacías en el aula, pero virtualmente cansa mucho más, te desgasta», añade.
El curso pasado lo acabó «acostumbrado ya a la digitalización», pero con demasiadas ganas de que todo volviera a ser como había sido siempre. Esa normalidad no regresó y, aunque este curso estaba siendo «menos estresante que el anterior», también se le estaba haciendo duro. «Es muy difícil hacerte entender y oírlos con la distancia y las mascarillas», relata. La ventaja es que la separación de los pupitres le hacía ahorrarse unas cuantas llamadas de atención a los alumnos. «Con las mesas separadas, riñes menos», bromea.
Lo dice por buscar algo positivo a unas circunstancias que hacen que solo se imparta «lo esencial. Las clases duran menos y así no da tiempo a mucho», indica. Y, además, esta situación también merma el espíritu de los estudiantes. «Se nota su agotamiento, están cansados ya de tanta tensión», explica. «La forma de dar clase ya no es lo que era antes», resume Martínez Viadas: «No es a lo que empecé yo a dedicarme en el 83», se lamenta.
Para Paco, es inmenso el mérito del profesorado que «está sufriendo para salvar el sistema con su vocación». Como él hizo durante esos 38 años que terminaron, en diciembre, «con una despedida en el gimnasio para decirnos adiós, pero sin comidas ni homenajes», explica. La suya fue la misma despedida que tuvo la docencia normal, la de siempre, sin que nadie supiera que se iba y para largo.
En la otra cara de la moneda, están todos los docentes que aterrizaron en las aulas, debido a que con la pandemia se crearon más clases para que, en cada una, hubiera menos alumnos. Una de ellas es Lucía Medio, profe de 6º de Primaria desde septiembre quien, como todos los que llegan ahora, está asimilando como normales unas circunstancias que en absoluto lo son. «Al principio, me decían mis compañeras que, después de este año, todo me iba a parecer mucho más fácil», recuerda.
Y así será, probablemente, porque a sus veintitrés se ha encontrado con una clase de diecisiete alumnos en la que las mesas guardan un metro y medio de distancia y huele a gel hidroalcohólico. «Antes los grupos eran de entre 25 y 30 niños y ahora de entre 15 y 20», detalla. Una pequeña ventaja que asoma entre tanto inconveniente y que solo dura «hasta que los niños deciden mantener conversaciones de esquina a esquina».
Lo más raro para ella es conocer a sus alumnos solo por la mirada y que ellos tampoco le pongan cara. «El primer día fue muy chocante porque llegas, te presentas y no te ponen cara ni tú a ellos. Solo los ves, más allá de sus ojos, un minuto en el patio mientras meriendan», relata. Así que, en clase, las sonrisas se las imaginan y tienen que forzar la voz para escucharse. «Yo, a veces, uso micrófono para hacerme entender, sobre todo, al final del día que ya estoy más cansada», cuenta. Son maneras de sobreponerse a las circunstancias.
Lucía, además, llegó a la docencia en un curso en el que los estudiantes venían cansados de que todo fuera nuevo, de no reencontrarse con nada. Por eso, en septiembre más que empezar a aprender materia, le tocó adaptar a sus alumnos a los cambios, que eran muchísimos. «Se les hacía raro porque ellos tenían otro recuerdo del cole y se encontraron con una cosa distinta cuando empezó el nuevo curso», dice.
Ella notó también cómo los niños habían perdido la costumbre de estar tantas horas en un aula, había pasado más de medio año desde la última vez. «Se notaba que no estaban habituados a estar tanto tiempo concentrados en algo. Estaban de trabajar, sí, pero no al ritmo al que trabajan contigo». Ella lo entiende: «Había muchos que no podían conectarse a todas las clases durante el confinamiento, así que septiembre fue el momento de volver a acostumbrarse».
Y lo hicieron muy rápido porque los niños a los que ella da clase -de entre once y doce años- dan una lección, muchas veces, a todos los adultos. «Al principio les costaba más, pero ahora tienen muy asimiladas todas las medidas y las cumplen a rajatabla», incide Medio. Le sale el orgullo de profe mientras lo dice, sobre todo, porque se recuerda a su edad y no puede evitar que le dé mucha pena que sus alumnos no vayan a poder disfrutar de ninguna excursión con sus compañeros como hizo ella en su día, como hicimos todos. «Me encantaría poder llevarlos a algún sitio, aunque fuera al Muro, pero tenemos que procurar tener los menos contactos posibles, así que nada», relata. «Nos conformamos con salir a dar alguna clase al aire libre cuando el tiempo nos lo permite, es un premio para ellos», explica; un poco de libertad entre tanta norma.
Ni siquiera, los recreos son normales este año. «El patio está dividido en secciones y tengo que controlar a mi burbuja para que no se vaya a jugar con otra», indica. Ese tiempo libre, además, transcurre sin balones ni ningún objeto compartido. «Pueden hablar y jugar sin tocarse», así que no les puede quitar el ojo.
Si ya de por sí los inicios son duros, los de Lucía lo están siendo aún más. También el final de la carrera de Paco, porque uno no lleva toda la vida trabajando para marcharse con ese sabor agridulce en los labios. A ellos dos les tocó hacer de este curso raro su llegada y su final, la diferencia es que Lucía ve ya normal lo que para Paco es excepcional.