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Policarpo Sánchez, en el Muro, durante su visita a Gijón. JUAN CARLOS TUERO

«Necesitaba ver el mar una vez más»

«Cuando te dan el alta empieza la lucha real». Policarpo Sánchez, uno de los españoles con secuelas más graves de la covid, regresó a Gijón, «por si no puedo volver a verlo» y relató el lado más duro de la enfermedad

MIGUEL ROJO

Viernes, 26 de febrero 2021, 03:11

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Suena el teléfono de la Redacción de EL COMERCIO. Al otro lado, una voz familiar, pero todavía desconocida. Es Policarpo Sánchez (Salamanca, 1964), presidente de la Asociación Salvar el Archivo de Salamanca, quien se identifica al otro lado con un delicado hilo de voz: un Quijote que lleva desde 2008 peleando contra lo que considera el traslado «ilegal» de documentación relativa a la Guerra Civil a la Generalitat de Cataluña desde su ciudad. Entre los documentos, algunos de la Federación Socialista Asturiana y la Fundación José Barreiro, emitidos en Asturias, y que pasaron de estar custodiados en el archivo estatal a formar parte de los fondos del Archivo Nacional de Cataluña. Por eso, desde hace años, su presencia en estas páginas se ha hecho habitual, como lo es su paso periódico por nuestra hemeroteca histórica, en busca de documentación.

«Necesito viajar a Asturias para recoger más datos, pero hay algo más», me cuenta. «Quiero ver una vez más el mar, por si nunca puedo volver a verlo». La mar de Gijón a la que tantas veces se asomó este salmantino que encuentra en el Cantábrico «una paz que no existe en otros lugares». «La primera vez que vi el mar fue en Gijón, cuando era un niño, en 1979. Tenía 15 años y, al salir de un arco de la plaza Mayor, me impactó el infinito de la playa de San Lorenzo», recuerda de aquel viaje con su familia. Un lugar al que volvió en muchas ocasiones, y al que regresa ahora de nuevo, semanas antes de afrontar una operación tan delicada que ha dibujado en su horizonte la duda de la supervivencia. «Me han detectado un tumor y está creciendo. Un médico me dice que puede ser una secuela de la covid, otro que todo lo que pasé puede haber acelerado el proceso», explica.

Todo empezó el 8 de marzo de 2020, en un viaje a Madrid, cuando aún no sabíamos la que se nos venía encima. Allí se contagió de coronavirus. Sus defensas, aún débiles tras haber superado otro cáncer, hicieron que la covid le golpease fuerte. Tanto que se pasó 57 días ingresado, 17 de ellos en coma inducido, en la UCI. Los médicos le han dicho que es uno de los pacientes con secuelas más graves. «Me han reconocido que es un milagro que esté vivo», nos contaba ya en Gijón, junto a su querida playa de San Lorenzo.

Del hospital recuerda poco. Los ojos de los sanitarios, «a quienes estoy profundamente agradecido por arriesgar su vida para salvar la mía y la de otros»; el día que le cantaron todos el cumpleaños feliz, que pasó en la UCI -«quizás mi último 28 de abril», murmura- y un avasallador sentimiento de soledad. «Estás absolutamente solo, sin poder comunicarte con la familia. Y la familia se siente totalmente sola también», describe. Con el tiempo, le fueron contando por lo que había pasado. Como respuesta a la neumonía bilateral grave causada por la covid, «sufrí una tormenta de citoquinas». Se trata de una reacción inmunitaria desmedida que, en muchos casos, es mortal. «Mi cuerpo se defendía con tal fuerza que la inflamación hizo que me fallaran los pulmones, el corazón y los riñones. Llamaron dos veces a mi familia para decirles que se preparasen para lo peor, mi vida se cifró en horas, ni siquiera en días. Pero salí», cuenta emocionado.

Por eso, quiere mandar un mensaje claro a quien dude: «A las familias que estén pasando por ello, quiero decirles que luchen, porque se puede salir. Y a todo el mundo, que se cuide. Solo nos piden que usemos la mascarilla, que respetemos la distancia social y que nos vacunemos. No es tan complicado», anima. «He aprendido que la vida es como una copa hecha del cristal más precioso, pero que es muy frágil. De repente se puede romper en mil pedazos», advierte.

Sus ojos brillan mientras alza la vista hacia el Cantábrico y un cantante callejero pone la banda sonora en el Campo Valdés. La campana de la iglesia de San Pedro parece sacarle de su pausa meditativa. «Deberíamos salir de esta más solidarios que nunca. Ayudarnos unos a otros, que cada uno haga lo que pueda o sepa por quien tenga al lado. Puede ser que una vecina necesite que le lleven la compra, no lo sé. Pero no nos quedemos mirando».

Él sabe de lo que habla, porque tras el alta hospitalaria, empezó «la verdadera lucha». «Cuando te dan el alta no estás curado, sales porque ya no te vas a morir», resume. Del Hospital Clínico de Salamanca lo hizo en silla de ruedas, con 20 kilos menos. «No podía hablar, ni moverme. No podía beber, porque me ahogaba, tuve que estar dos meses hidratándome con gelatinas. Y comiendo solo purés. Estuve dos meses y medio ingresado en una residencia de ancianos». A sus 56 años, se sentía como si tuviese 86. «Me tenían que ayudar para todo, para la higiene personal, para levantarme...». Tras una dura rehabilitación, empezó a caminar. Despacio. Tanto que tardó otro par de meses en poder salir a pasear. Aún hoy, no oye bien, una cuerda vocal no le funciona -su voz parece más aguda que antes- y el gusto no está al 100%. «Y para colmo, no tengo anticuerpos. Me habían dicho que sí, pero el último análisis muestra que tengo tanto riesgo de reinfectarme como cualquiera que no haya pasado la covid», comenta no sin cierta ironía en su tono de voz. Apenas puede utilizar una mano y se axfisia en cuanto camina demasiado o sube una cuesta.

Y así, «empecé a vivir mi nueva vida, paso a paso». Ya caminaba varios kilómetros al día y recuperaba su vitalidad cuando se le detectó un tumor de más de siete centímetros de largo y cuatro de ancho, alojado junto a su corazón, junto a los pulmones. «No saben exactamente qué es, pero me dicen que está creciendo, y que me tendrán que operar, aunque no saben qué se van a encontrar», anuncia.

Tras nuestra conversación, nos sentamos en una terraza de la plaza del Marqués, con el sol templándonos la cara. Después le acompaño por el Muro, de camino a su hotel, y nos emplazamos para una nueva entrevista después de la operación. «Espero volver a verte», me dice. Cuando por fin nos despedimos, echo la vista atrás y le veo caminar, despacio, con la vista puesta a cada pocos pasos en el espumoso azul de la mar de San Lorenzo.

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