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El puerto de Ribadesella, base del corsario irlandés Pronovil, ajusticiado en La Rochelle. P. A. M. E.
HISTORIAS DEL CAMINO DE SANTIAGO

Richard Pronovil, el corsario que se asentó en Ribadesella

Irlandés. Su nombre aparece en todos los volúmenes que relatan la historia de la piratería en Europa. Tras un abordaje fallido a un navío francés, un temporal lo obligó a refugiarse en Asturias

PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA

Lunes, 8 de noviembre 2021, 18:47

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El premio Nobel irlandés Seamus Heaney reveló a propósito de sus 'Little Canticles of Asturias', donde habla de Xixón, PiedrasBlancas y Compostela, que peregrinó a la ciudad del apóstol en coche desde Castrillón, donde vivían unos parientes suyos, y después de visitar la Catedral de Santiago, decidió continuar viaje hasta Fisterra. Allí, asomado al Atlántico en los afilados cantiles del fin del mundo, confesó, si no vislumbrar, sí intuir mar adentro, al norte, la realidad imposible del halo de niebla que rodeaba su isla natal. Algo así debía sentir el capitán Richard Pronovil, hijo del señor del castillo de Tra-li en el condado de Kerry, cuando subía hasta el fortín de La Atalaya en Ribadesella y se apoyaba en las almenas a otear entre las brumas del Cantábrico la estela perdida de la nostalgia del país que había abandonado muy joven para extrañarlo toda la vida.

Hoy en La Atalaya, tres cañones del siglo XVIII recuerdan en el mirador sobre el mar, que hubo tiempos en que eran necesarios para defender la villa. No debieron ser muy distintas las piezas de artillería que un siglo antes había donado a Ribadesella, Pronovil, junto a una dávida en metálico para mejorar la fortaleza. Su nombre aparece en todos los volúmenes que relatan la historia de la piratería en Europa, aunque él no era propiamente un pirata, sino un corsario. Había dejado Irlanda tras la muerte de su padre a manos de los ingleses por haber colaborado con los expedicionarios de don Juan del Águila. Richard también se puso al servicio del rey de Castilla y la primera misión que se le conoce fue la de actuar como espía en Argel. En una de sus incursiones en territorio berberisco, mientras intentaba quemar varios navíos enemigos, fue descubierto y consiguió huir hasta Mallorca. Las siguientes noticias del irlandés lo sitúan capitaneando una flota de guerra con bases en San Sebastián y Dunkerque. Con ella logró innumerables presas atacando barcos ingleses y holandeses. Hechas las paces entre Castilla e Inglatera, fue apresado en este país cuando desembarcaba en uno de sus viajes, juzgado y condenado a la horca. Lo salvarían de ella, al borde del patíbulo, las eficaces gestiones del embajador castellano en Londres.

A Richarte Pronovil -como firmaba sus legajos- lo veremos años más tarde pilotando buques corsarios con la patente real que le había conseguido el gobernador de Galicia, el marqués de Manzera. En uno de sus abordajes a un navío francés, las cosas no salieron como se esperaba y en el combate con aquella presa nada fácil, perdió la mayor parte de su flota y de sus hombres. Con el poco más de un centenar de supervivientes que le quedaban, todos irlandeses, puso rumbo a su base en A Coruña, pero un temporal lo obligó a refugiarse en Asturias. Amarró en el puerto de Ribadesella y aquel lugar en el que no pensaría quedarse atracado más que unas pocas horas, hasta que el tiempo cambiase, iba a convertirse en su residencia permanente en tierra casi hasta el fin de sus días. En la villa casó con una doncella local -dicen que de la Torre de Leces- y allí tuvo a su hija Clara. Fue con San Sebastián su principal base de operaciones, porque aquel irlandés, ni aún formando su familia riosellana sentaría cabeza.

El corsario Pronovil, tal vez resquemoso de aquella derrota que le infligieran los franceses, se especializaría en abordar barcos de ese pabellón y durante esas campañas su historial de botines aumentaría considerablemente. Tanto que se convirtió en objetivo prioritario en capturar para los hombres del rey de Francia y no tardarían en hacerlo. Lo apresaron cruzando el Canal de La Mancha y lo llevaron entre grilletes a La Rochelle. Se cuenta del irlandés que era muy presumido, impecable siempre en el vestir aunque fuese el avío de combate. Bajo la gorguera, llevaba al parecer una cruz tallada en el diente de un tiburón que había comprado en Antuerpe a unos marineros de fortuna del Caribe, y cuando lo prendieron los franceses en el Canal llevaba la enseña del apóstol en el peto, porque antes de partir a aquel viaje, el marqués de Manzara le había prometido ingresar como Caballero de la Orden de Santiago y él se había apresurado a lucir el emblema, fiel a su coquetería. Esa cruz estuvo a punto de salvarle la vida en sus últimos momentos. Un tribunal sumario le había sentenciado a morir envenenado. Él pidió confesión y le mandaron a un benito bretón que al ver la enseña jacobea lo tomó por un peregrino retornado. «Si usted fue a Saint Jacques, el señor de Compostela le libra de la última pena a cambio de que peregrine de nuevo por su perdón», le prometió el fraile. «Nunca fui a Santiago y por el santo apóstol le aseguro que no hay perdón para este condenado», se excusó, aceptando con serenidad su destino.

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