Los últimos quintos de Asturias
Hace 20 años España dijo adiós a la mili. Desde mediados de los noventa muchos objetaron o enlazaron prórrogas, pero otros quisieron cumplir con el servicio militar obligatorio
AIDA COLLADO
Domingo, 28 de marzo 2021, 03:11
Han pasado veinte años desde que el entonces ministro de Defensa, Federico Trillo, entonase aquel histórico: «Señores, se acabó la mili». Los reemplazos pasaron a ser historia y el Ejército español se profesionalizó. En realidad, aquel 2001 fue el último de un Servicio Militar Obligatorio con el que, prácticamente, ya solo cumplía quien quería. El grueso de los jóvenes llevaba años encadenando prórrogas de estudios para librarse y fueron muchos los que optaron por la objeción de conciencia. Era ya distinta aquella mili de finales de los noventa y comienzos de siglo por la que, sin embargo, todavía pasaron cientos de asturianos. Con mala suerte -buena, para los más aventureros-, podías acabar en Melilla. Pero lo más habitual en los últimos tiempos era poder pasar los nueve meses, si no en Cabo Noval (Noreña), sí cerca de casa.
Hubo quien, a riesgo de todo y quizá espoleado por la juventud, se lanzó a la aventura de la que había oído hablar a sus mayores durante toda la vida. Pero hasta el más valiente se encogía las semanas previas a tener que presentarse en el cuartel. Trompeta para arriba y trompeta para abajo andaba, a sus 18 años, el gijonés Esteban Prieto. A él le había tocado incorporarse en mayo a Cabo Noval, pero rompió una pierna. Así que se encontró ante un nuevo destino: El Ferral (León), a donde llegó en un tren con el billete pagado desde la plaza del Humedal. «Como mi primo era corneta en Noreña, yo había estado peleando con una trompeta, metiendo el focicu allí día sí y día también, hasta que conseguí que sonase algo, para ver si como él podía entrar en la banda», una ocupación segura y tranquila, a su juicio. Un 20 de agosto, «a tropecientos grados, con una camisa de cuadros azul y blanca que no olvidaré jamás y sudando como un pollo» llegó al cuartel leonés donde lanzaron su gozo a un pozo: «Que aquí la trompeta suena grabada por megafonía, no hay banda», le advirtieron. Dio igual. Era una experiencia que le apetecía vivir: «De mis amigos de esa época, no fue nadie. Pero a mí la vida militar, que era algo muy distinto a lo que había visto hasta entonces, me llamaba la atención». Y así nació el artillero Prieto, «para servir», del Regimiento de Artillería de Campaña Nº 63 de El Ferral. «Había días jodidos, pero lo pasé bien. Y me sirvió para ponerme las pilas. Cuando volví saqué dos cursos en uno de la FP de Mecánica».
Tres prórrogas de estudios llevaba Daniel Feito cuando se decidió a dejar Derecho. Era 1997 «y no iba a estar tres años más perdiendo el tiempo solo por librar la mili». En el 98, con 22 años y tanta cara de novato que «a quienes se habían incorporado dos días antes los consideraba veteranos», comenzó su servicio en Cabo Noval. «Ni me hicieron novatadas ni las hice yo después», cuenta. Pero sí entró a «un mundo completamente nuevo», de la vida civil a la castrense. Una experiencia «que no me generó ningún trauma y que, visto con perspectiva, volvería a repetir». Tras el periodo de instrucción -adaptación forzosa a la disciplina militar- y como había estudiado violín en el conservatorio, «entré en la banda como tamborero». Como casi todos los asturianos, cada noche volvía a su casa. Quizá uno de los recuerdos que con más cariño guarda es cuando acompañó a la banda profesional de La Coruña en el recibimiento al entonces Príncipe Felipe a Oviedo, con motivo de los Premios que llevaban su nombre. Tanto le gustó el estilo de vida que, a continuación y durante dos años, fue soldado profesional, hasta que decidió estudiar unas oposiciones y que su vida corriera por otros derroteros. «Eso ya era otra historia, más seria».
Quien pasó de la mili al Ejército y ahí sigue, en Cabo Noval, es el entonces quinto y hoy cabo primero Javier Fernández Benito. Hoy en la cuarentena, a los 18 años «era un chaval que había dejado de estudiar y no paraba». Aterrizó en Noreña y, nada más llegar, le preguntaron el DNI: «Me apoyé en la mesa para decirlo, así que no llevaba 15 minutos allí y ya me llamaron al orden». Lo que se encontró a continuación fue una escena de película: «Los pasillos llenos de gente, colas que acababan en una banqueta donde el peluquero te rapaba al cero y más colas para ponerte un brochazo de betadine en cada brazo y, a continuación, pinchazo tras pinchazo».
Antes que ellos, y tras el paso por el Centro de Instrucción de Reclutas (CIR) de El Ferral, había pasado Pedro Díaz. Otro entre quienes descubrieron su vocación. «Me gustaba el Ejército, pero mi idea no era quedarme», confiesa el hoy cabo mayor. La suya fue otra mili, unos años antes y sin tantas facilidades: «Me presenté voluntario porque, aunque hacías cuatro meses más de servicio, podías elegir destino». Sus recuerdos también son buenos, «sobre todo, de los compañeros, porque en mi época conocías a gente de todas las provincias».
Pero por muchas maravillas vividas y recordadas, tienen algo claro. El Ejército «está mucho mejor profesionalizado».
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