«Hay más víctimas que los enfermos»
Exclusión. La crisis sanitaria ha sido el detonante para que muchas personas vulnerables se enfrenten ahora a la más cruda pobreza
INFORMACIÓN ELABORADA CON ALEJANDRO JAMBRINA, JUAN CARLOS ABAD y AIDA COLLADO
Lunes, 13 de julio 2020, 02:29
Si algo sabe a quien en la vida le han pintado bastos es que a perro flaco, todo son pulgas. Lo sabe Lola, con su moño cano, y lo cuenta sin soltar el vaso de plástico con el que pide unas monedas en la calle Corrida. Y lo sabe José, aunque no siempre lo supo. No lo sabía este abogado dominicano cuando las cosas le iban bien. Antes de que empezaran a torcerse y el título de graduado con honores de su país no le siriviera ni para forrarse de papel y ahorrarse el frío que este invierno, esta primavera, caló en los huesos de quienes se encontraban en una situación ya complicada y la crisis sanitaria no ha hecho más que agravar. En muchos casos, hasta la desesperación. Porque de COVID no solo se enferma o se muere. Lo resume Deidania, la mujer que descansa junto a José en un peldaño de la calle Mieres de Gijón, como también sabe que «no solo se vive de comida y un colchón». Esta pandemia deja «más víctimas» que enfermos. Entre ellos, muchos que se han acercado por primera vez a los servicios sociales. Y otros que ya recibían algún tipo de asistencia y ahora se han visto caer más hondo y sin remedio.
José, que lleva dos años sin ver a sus cuatro hijas (la pequeña tiene siete y la mayor, 26), aprovechó la doble nacionalidad para buscarse el pan en España. De abogado, nada. Pero ganas, todas. Así que en el tiempo que lleva en Gijón ha hecho cinco cursos. El último, de auxiliar administrativo. El caso es que los euros entraban gracias a trabajos «informales» en las labores de montaje de diferentes eventos. Eventos, claro, fulminados, como sus ingresos y como todas las actividades de la economía sumergida, por la pandemia.
Y así, sin más, quién se lo iba a decir, se ve hoy José en la cola de la Cocina Económica. Aún tiene dónde dormir, pero no sabe por cuánto tiempo. «Una persona me ayuda y me ha dado techo, pero como es lógico ya se está cansando de hacerme el favor. Yo solo quiero trabajar», clama, «en lo que sea».
Lola, con la mirada triste, sitúa el inicio de su desgracia diez meses atrás. Se quedó viuda, «con trescientos euros pa vivir» y sola. Cuando vio que no le llegaba, empezó a pedir por las terrazas, a subsistir gracias a la solidaridad de la gente. Pero durante el confinamiento no hubo terrazas, ni gente, ni ayuda. Sí hubo solidaridad, pero los arcoíris, los favores entre vecinos, los aplausos, no llegaron a Lola. «Malviví como pude. Debo el agua y la luz. Se me complicó todo», narra. Ahora, pide en la Calle Corrida unas cuatro horas al día.
Eso, en Gijón. En Oviedo, más de lo mismo: goteo de personas entrando y saliendo de la Cocina Económica. Constante. Pertinaz. De hecho, las Hermanas de la Caridad han adelantado desde hace días los horarios de entrega de comida para «evitar las colas que se formaron los primeros días» de la emergencia sanitaria y el confinamiento.
«El trabajo está complicado», resuelve Jonathan, ovetense de mediana edad y empleado eventual en el sector del transporte y las mudanzas. «Estuvimos parados desde la COVID, pero luego empezaron los portes, sobre todo en Gijón, y empezamos a ir un poco mejor», explica con la bolsa de alimentos en la mano.
María Sousa acude con su madre desde hace tiempo. Busca trabajo en limpieza o en atención a mayores. «No hay», se resigna. «Aquí, desde que empezó la crisis hay mucha más gente», relata. «Muchos buscan, muchos preguntan si sabes de algún sitio para quedarse», desvela. La fila avanza rápido hasta la ventanilla donde los voluntarios entregan la ración diaria. «A veces la cola daba la vuelta a la manzana», recuerda de los días de cierre total de la actividad. «Dependes de instituciones de este tipo y de tu fortaleza mental para salir de esta», apunta David, que como Jonathan se dedica al transporte.
Ha pasado una hora del mediodía y Carlos Díez acude -como hace «de vez en cuando»- a comer. Es artesano de la madera. «Yo hago de todo, detalles del Oviedo, del Sporting, del Madrid, del Barça... Una de las últimas ventas fue para un italiano, le dije que eran 500 euros la pieza y que si quería que me lo ingresara en la cuenta. Lo hizo. Me ves así, jodido, pero tengo cuenta corriente», se excusa. Divorciado, mantiene la esperanza de que sus obras encuentren salida. Pero, mientras, a la Cocina Económica «le daba un diez. No, un veinte. Un cincuenta», agradece. Sin ella y sin salud, a sus 64 años, dice, «sería imposible» continuar.
También superados los sesenta, Gylmar dos Santos acude a la Fraternidad de Francisco de Avilés. Este brasileño reside en la villa desde hace veinticuatro años con su pareja, Jesús. Ha trabajado toda su vida en espectáculos de transformismo y ha ejercido la prostitución. De nacionalidad española y con diferentes problemas de salud, tiene reconocida una incapacidad del 66%. Vivían con el sueldo de su marido, pero la crisis sanitaria ha hecho que entre en un ERTE y los dos hacen frente al alquiler, la comida y una gran cantidad de medicamentos con muy poco dinero. «Hasta hace unos meses yo cobraba una pensión no contributiva, pero me la han retirado recientemente, en el peor momento y coincidiendo con el coronavirus. Ahora dependo de mi pareja hasta para respirar», explica.
A la misma entidad acude a por comida un matrimonio peruano, que se presenta como Julia -aunque en realidad no se llama Julia- y Luis -que no se llama Luis-. La mujer llegó a España hace menos de un año, con 35 y tres hijos a su cargo. Durante este tiempo ha mantenido a su familia con el poco dinero que le daban algunos trabajos irregulares y mal pagados, los únicos que ha podido conseguir por no tener papeles. El hombre llegó a Avilés el pasado mes de febrero, apenas unas semanas antes de que se decretase el estado de alarma y ambos se viesen abocados a una situación que nunca hubiesen imaginado. Julia perdió su último empleo como cuidadora a principios de año y su marido ni siquiera ha tenido la oportunidad de encontrar uno.
Lola, José, Deidania, Jonathan, María, Carlos, David, Gylmar, Julia -que no se llama Julia- y Luis -que no se llama Luis-. Todos, y como ellos miles, buscan una vida que se pueda llamar vida.