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'La isla de los muertos' es el cuadro más famoso de Böcklin. Un remero conduce hacia una isla una barca en la que lleva a una figura blanca y un objeto que parece ser un ataúd. Hitler estaba obsesionado con él, y Lenin y Freud tenían una reproducción en sus despachos.
Lo que los muertos nos enseñan de la vida

Lo que los muertos nos enseñan de la vida

El forense y pediatra Narcís Bardalet ha descifrado durante 40 años los secretos que un cuerpo sin vida puede contar: la momia de Dalí, las víctimas del tsunami...

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Domingo, 1 de noviembre 2020, 00:00

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La mujer del famoso forense y pediatra Narcís Bardalet, Mercé Casals, explica de esta elocuente forma lo que ha sido convivir con él desde que se casaron, siendo unos veinteañeros, en 1976: «Abrir la nevera de casa y descubrir un bote con restos biológicos de un cadáver en espera de analizar, o tener que ir corriendo al bazar a comprar un pegamento de los más fuertes para que tu marido, por la noche, pueda añadir las piernas al cuerpo momificado de Dalí, son acontecimientos de cariz doméstico que solo le pueden pasar a quien esté casada con él».

Bardalet (Girona, 1953) ha sido médico forense de forma ininterrumpida desde 1978 hasta que se jubiló hace dos años, aunque siga trabajando curando niños y ayudando con su experiencia cuando se le necesita. Cuatro décadas trabajando con los muertos, intentando comprender lo que los cuerpos sin vida pueden contarle para tratar de desentrañar por qué se fueron, qué les pasó, si su fallecimiento ocurrió por causas naturales o si hubo alguien o algo que lo provocó.

«El confidente de la muerte», le apoda Fernando Lacaba, presidente de la Audiencia Provincial de Girona, en el prólogo del libro 'Lo que me han enseñado los muertos para entender mejor la vida', escrito por el propio Bardalet (con texto de Tura Soler y editado por la Fundació Privada Dalmatius Moner). Porque el experimentado doctor se ha ocupado de algunos de los casos más sonados de nuestro país y también de grandes tragedias en el extranjero: el embalsamamiento de Dalí y su posterior exhumación, el accidente con 20 muertos de un barco en el lago de Bañolas, su participación en la identificación de cientos de víctimas en el tsunami de Tailandia de 2004, que provocó 230.000 fallecidos...

«Vemos al hombre ahí tirado. ¡Y sin cabeza! La primera impresión es que estábamos en el escenario de un asesinato. Pero no se trataba de ningún crimen»

El agente de la CIA decapitado

«Insertamos dentro de un fémur del artista una pequeña botella de penicilina vacía donde metimos un papel con nuestros nombres»

Con Salvador Dalí

El libro empieza con confesiones, como el pavor a los muertos que sentía de niño después de que, con unos 6 años, viera su primera persona sin vida, la abuela de un amigo. La misma que les preparaba a ambos pan tumaca estaba dentro del féretro, la cara pálida, y un ambiente que olía a lo que más tarde identificó como lirios: «Fue un choque, un gran impacto negativo. Empecé a soñar con la cara de la muerta. Las pesadillas me impedían descansar. Pedía ir a dormir con mi abuelo y cada noche miraba bajo la cama para asegurarme de que no hubiese ningún muerto». Y, paradojas de la vida, ese abuelo era juez de paz de Sils y se ocupaba de hacer levantamientos de cadáveres. Así que con 14 años, edad hasta la que vivió atormentado por aquel recuerdo, Bardalet decidió enfrentarse a sus terrores y le pidió que le dejara acompañarle al cementerio a ver el cuerpo de un hombre que acababa de fallecer electrocutado.

Una escena medieval

«Aquello parecía una escena sacada de la época medieval, el cadáver estaba sobre una especie de mesa de piedra y empezaron a abrir. Y el forense fue explicando qué era cada uno de los órganos. '¿Ves? Esto es el corazón, estos los pulmones, esto el cerebro...'.». Al terminar, el abuelo se fue a tomar café y el niño Bardalet pidió un batido de chocolate, se acuerda hasta de la marca. «Allí empecé a pensar en ser médico».

Recuerda el caso del agente de la CIA decapitado, en el pueblo gerundense de Navata, en una casa que parecía una fortificación donde vivía un enigmático personaje al que llamaban 'el suizo'. Nadie le había visto desde hacía días. La residencia estaba custodiada por unos perros que no hacían más que ladrar y que tuvieron que llevar a la perrera. «Con precaución entramos. La casa estaba en condiciones, en orden, pero el suelo estaba lleno de orines y cagadas de perro. Atravesamos un pasillo y al final vemos al hombre ahí tirado. ¡Y sin cabeza! La primera impresión fue que estábamos ante el escenario de un asesinato. Pero una inspección cuidadosa nos hizo ver que no se trataba de ningún crimen. Ya había gusanos y se percibía muy mal olor. La cabeza no había sido cortada. Había sido desarticulada. En el resto del cuerpo no se veían signos de violencia, ni golpes ni cuchilladas, ni disparos. Pero las partes blandas habían sido comidas a dentelladas. Por el suelo no había manchas de sangre. Conclusión: el hombre, ya mayor, había muerto por causas naturales y los perros le habían arrancado la cabeza y se la habían comido». Ojeando sus documentos, encontraron un carné de agente de la CIA a nombre de Henry Abt (el muerto) y descubrieron que había pertenecido a la guarda suiza del papa Pablo VI, de ahí el apodo.

Uno de los mayores retos que ha afrontado fue viajar a Tailandia para ayudar a reconocer a las víctimas occidentales entre los 230.000 muertos que provocó el tsunami desatado la Nochebuena de 2004. Allí quedó deslumbrado por la actitud de sus jóvenes, «casi niños, de 14 o 15 años, que se presentaban voluntarios para ir a recoger a los muertos y ayudar a limpiarlos. Lo hacían con total dedicación y sin muestra de enojo ni de asco. Y yo me pregunto: si una catástrofe como esta pasara entre nosotros, ¿nuestros jóvenes irían a limpiar muertos? La respuesta es no. Los tenemos demasiado consentidos», considera. Aquel fue un trabajo titánico, con miles de cuerpos en su mayoría desnudos y sin ninguna identificación a los que hubo que reconocer minuciosamente para poder aportar información a una base de datos creada a partir de las desesperadas familias.

Pero, sin duda, uno de los momentos más importantes que le ha tocado vivir fue el de la muerte de Salvador Dalí, al que había visto con 10 años, cuando él estudiaba interno en Figueres y quedó impactado al paso del pintor ataviado «con un abrigo de piel de pantera de diferentes colores». Poco podía imaginar entonces que le vería expirar. Fue quien le detectó el cáncer que le llevó a la tumba y quien le embalsamó: «Firmamos aquella obra. Insertamos dentro del fémur izquierdo de Dalí una minúscula botella de penicilina, fácil de disimular, vacía de líquido, e introdujimos un papelito que decía: 'Narcís Bardalet Viñals y Rogelio Lacaci Díaz. 24 de enero de 1989'». Y cuenta que las primeras personas que contemplaron a Dalí en su nuevo estado fueron tres prostitutas que pasaban por allí de madrugada y pidieron verlo.

Tampoco pensó que, 28 años más tarde, en 2017, debería exhumarle para atender a una demanda de paternidad. Él tenía duda sobre cómo estaría el cadáver después de tanto tiempo. Pero se lo encontraron momificado y con el bigote, tal como lo dejaron, «marcando las diez y diez. Estaba perfecto». Había que extraer cabello, uñas, huesos largos y dientes para hacer la prueba, e hizo falta aserrarle las piernas por encima de las rodillas. «Las reimplantamos con una silicona tan potente que se usa hasta en aeronáutica». Sí, aquel pegamiento que su esposa compró de noche en un bazar.

Los momentos más duros

«He acabado llorando en algunos casos en los que me ha tocado intervenir»

Reconoce Bardalet que en ciertas ocasiones ha terminado llorando. Lo triste de las situaciones que encontró en algunos de los casos a lo largo de sus cuatro décadas como forense fueron demasiado hasta para alguien como él. Una de ellas fue cuando tuvo que hacer el levantamiento de los cadáveres de una pareja italiana que se había instalado en un camping en la playa de la localidad catalana de Sant Pere Pescador. Así lo recuerda en su libro: «Nada más llegar fueron a bañarse. El marido fue el primero en meterse al agua, pero tuvo problemas y pidió auxilio. La mujer se lanzó al agua para ayudarlo y se ahogaron los dos. Pero todo pasó ante su hijo de cuatro años, que estaba en la arena llorando. Era una criatura en un país extranjero. No entendía nada y veía cómo unos hombres extraños, unos guardias civiles de la época, se llevaban los cuerpos de sus padres.No se dejaba tocar ni coger por nadie. En aquel tiempo, mi hijo tenía más o menos su misma edad, y dije que si había problemas para acoger al niño, que yo me lo llevaría a casa. Finalmente, a través del consulado, se consiguió avisar a sus abuelos maternos y llegaron al cabo de 24 horas. Yo, aquel día, lloré».

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