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Mikel Casal
¿Por qué nos entretiene el miedo?

¿Por qué nos entretiene el miedo?

Las películas de terror o el 'puenting' son atractivos porque no nos sentimos en peligro

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Viernes, 12 de junio 2020

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Aunque miedo y deleite no parecen conceptos que se lleven bien, a algunas personas es lo que les generan los sustos, un 'agradable' entretenimiento. No se entendería, de otro modo, el éxito de los parques de atracciones, que juegan con esa sorpresa que acelera el corazón; las películas de terror, que te hacen dar un respingo en el sofá; o los deportes de riesgo, que disparan la adrenalina.

Pero el miedo como entretenimiento no es nuevo. Ya se utilizaba en las leyendas, aunque fue en el siglo XVIII cuando el terror se convirtió en género literario. A partir de ahí, todas las épocas posteriores han contado con narraciones espeluznantes convertidas en fenómenos de masas, desde los clásicos 'Drácula' o 'Frankenstein', hasta películas tan taquilleras como 'El exorcista' (1973), que tuvo una recaudación global de más de 441 millones dólares, o 'It' (2017), que superó los 700 millones.

No importa que la fórmula esté explotada: los sucesos paranormales ('Paranormal Activity', 2007; 'Stranger Things', 2018), los depredadores asesinos ('Tiburón', 1975; 'Anaconda', 1997), los muñecos diabólicos ('La maldición de Chucky', 2013; 'Annabelle', 2017) o los zombis ('Zombieland', 2009; 'The Walking Dead', 2018), siguen dando mucho miedo, y también ¡mucho dinero!

Eso explica que los géneros cinematográficos más consumidos sean los 'thrillers', el terror y la ciencia ficción, pero también que la mayoría de estas entregas tenga secuelas y 'remakes'. Además, nuestro espíritu masoquista queda reflejado no solo en el regustillo que nos da que nos asusten, sino en que incluso somos capaces de comer palomitas mientras nos exponemos a imágenes violentas o espeluznantes. Es más, esta pulsión provoca que sintamos fascinación por algo que nos abruma y nos emociona al mismo tiempo. Así, es posible encontrar tremendamente atractivas escenas donde se mezcla lo macabro y lo erótico. Si no, que se lo digan a Erika Leonard Mitchell, la escritora del 'best seller' 'Cincuenta sombras de Grey', una trilogía erótica con escenas explícitas de sadomasoquismo que ha vendido más de 70 millones de copias.

Durante la cuarentena ha aumentado el número de reproducciones de películas de catástrofes

El ejemplo más reciente de este afán por lo tenebroso lo encontramos en el confinamiento. En plena pandemia por el Covid-19, el cine de catástrofes ha resurgido con fuerza y nuestro gozo por contemplar desastres frente a una pantalla ha vuelto a quedar patente. Así, películas como 'Contagio' (2011), que narra una pandemia provocada por un virus más letal que el SARS-Cov-2, 'Epidemia' (1995), que relata la expansión de un virus africano, o 'Virus' (2013), que gira en torno a un brote de gripe aviar, son algunos de los títulos más reproducidos de los últimos meses en las plataformas de 'streaming' que los incluyen en su catálogo.

La psiquiatra Pamela Rutledge, del Centro de Investigación de Psicología de los Medios, en Estados Unidos, explicó recientemente en una entrevista a la revista 'Insider' que este fenómeno se debe a que ver situaciones similares a la que vivimos nos hace sentirnos identificados. Quizás por eso ya están surgiendo historias de suspense inspiradas en la cuarentena que hemos vivido, como 'El confinado' (Maeva), de Roberto Domínguez Moro, un thriller en el que el protagonista trata de evitar contagiarse de coronavirus.

Instinto primitivo

Pero, ¿qué hace que seamos unos frikis del canguelo? El miedo es un sentimiento ancestral que heredamos del hombre prehistórico y que está destinado a promover la supervivencia. Lo experimentamos cuando percibimos que nuestra integridad física está amenazada y, según las circunstancias, nos ayuda a huir del peligro o a enfrentarnos a él. El sistema de lucha-huida incluye: la activación de determinados neurotransmisores (adrenalina, cortisol, dopamina), menor percepción del dolor, aumento de la actividad cardiaca, dilatación de las pupilas, o tensión muscular, entre otros. Por ejemplo, una persona con miedo a contagiarse de coronavirus producirá más cortisol (hormona del estrés) por la angustia que le provoca el pensar que podría infectarse, y su instinto de supervivencia le llevará a protegerse inconscientemente (alejarse de una persona que tose).

«Se trata de una reacción adaptativa, natural y saludable, pero resulta desagradable cuando el peligro que se percibe es real, porque existe la expectativa de que algo malo nos va a pasar», señala Bárbara Zorrilla Pantoja, psicóloga experta en intervención social, forense y violencia de género. «Si resulta placentera es porque el peligro está controlado y sabemos que estamos a salvo, es decir, aunque nuestro cuerpo se active como si fuera a hacer frente a una amenaza, al sentirnos seguros, el cerebro llega incluso a disfrutar de los efectos que le produce ese disparo hormonal».

Esto ocurre, además, porque las regiones del cerebro donde se desarrollan los procesos del miedo (principalmente en la amígdala) están estrechamente conectadas con los circuitos cerebrales de recompensa, un sistema encargado de mediar la sensación de placer en el organismo, que se activa cuando el individuo realiza actividades relacionadas con la supervivencia, tales como comer alimentos que le satisfacen, mantener relaciones sexuales o hacer frente a un peligro.

El miedo es un sentimiento ancestral que heredamos del hombre prehistórico y que está destinado a promover la supervivencia

Hablamos de miedo controlado cuando elegimos sentirlo y buscamos actividades que nos lo produzcan como ver una película de terror, hacer 'puenting', tirarse en paracaídas o subirse a una montaña rusa. La excitación que provocan es tal que algunos llegan incluso a aficionarse, de ahí las etiquetas 'adicto a la adrenalina' o 'adicto al riesgo'. Sin embargo, este tipo de adicción no está reconocida como una enfermedad, porque es comportamental, no farmacológica, y no interfiere con la vida diaria.

«Sí será un riesgo, por ejemplo, para personas con tendencia a confundir fantasía con realidad, que pueden convertir estas experiencias terroríficas, aunque sean ficticias, en desencadenantes de psicopatologías graves, como un cuadro psicótico», añade la psicóloga Zorrilla Pantoja. Otro de los peligros de la búsqueda y exposición continua a experiencias abrumadoras es la desensibilización. Habituarse a estas situaciones tiene como consecuencia la necesidad de ir aumentando el riesgo para obtener las mismas sensaciones, lo que puede llevar a algunos individuos a verse involucrados en situaciones muy comprometidas.

«Las personas extrovertidas sienten atracción por las emociones fuertes, mientras que los introvertidos se deleitan más con lo cotidiano»

Bárbara Zorrilla pantoja

La pregunta es, ¿por qué hay personas aficionadas a que les asusten y otras que no pueden soportarlo? «Principalmente se debe a diferencias de carácter. Las personas extrovertidas y abiertas a la experiencia sienten atracción hacia las emociones fuertes y necesitan un mayor nivel de estimulación para disfrutar», explica Zorrilla. «Sin embargo, los introvertidos se deleitan más con la repetición y lo cotidiano, por lo que necesitan un nivel de activación fisiológica menor. Para ellos, estar en situación de alerta es vivido como algo desagradable». Por su parte, «personas con baja autoestima y bajo sentimiento de autoeficacia, que no se sienten competentes para enfrentar determinadas situaciones, también evitarán el miedo controlado porque les generan inseguridad y malestar», añade.

Otras teorías consideran que la búsqueda del miedo está promovida por el deseo de volver a una etapa temprana de la vida. Despierta el instinto infantil y nos entretienen los relatos protagonizados por fantasmas, monstruos o vampiros porque ya no los sentimos como reales y sabemos que no nos harán daño.

¿Cuántos tipos de miedo hay?

Muchos, pero se dividen en dos grupos:

  1. Miedos endógenos

Son aquellos para los que estamos programados genéticamente, como la oscuridad, los fenómenos naturales (tormentas, rayos, fuego), los ruidos, los depredadores o la muerte. También se les llama ancestrales, porque son los temores que hemos heredado de los humanos primitivos y que les ayudaron a sobrevivir como especie. Su función es adaptativa porque, al alertarnos, nos ayudan a protegernos del peligro. Como forman parte de nuestro ADN, se transmiten de generación en generación. Suelen observarse desde el nacimiento y a lo largo de la infancia, aunque hay adultos que mantienen algunos de ellos toda su vida. Por ejemplo, el miedo a lo desconocido es bastante recurrente. Todo aquello que es nuevo para nosotros nos resulta temeroso.

  1. Miedos exógenos

Son los miedos aprendidos y adquiridos a lo largo de nuestro desarrollo. Se generan, principalmente, a través del proceso de socialización, es decir, cuando interiorizamos normas y valores para adaptarnos al grupo social en el que vivimos. La educación recibida y el aprendizaje vicario (por imitación), nos enseña que existen situaciones que etiquetamos como peligrosas porque pueden traernos consecuencias negativas. Por ejemplo, algunos temen viajar en avión porque han aprendido que existe la posibilidad de que se caiga.

En este grupo se enmarcan las fobias, aprendidas por malas experiencias, imitación o porque asociamos un estímulo determinado (por ejemplo, las agujas), a emociones y sensaciones desagradables (una inyección). Eso nos lleva a evitar reiteradamente ese estímulo.

También los trastornos de ansiedad son miedos exógenos, es decir, el temor ante amenazas que no son reales ni inminentes pero que percibimos como tal y que limitan nuestra vida cotidiana.

Lo mismo que los trastornos de estrés postraumático, que son miedos exógenos que aparecen cuando hemos vivido un acontecimiento en el que sentimos que nuestra integridad física o mental estaba en riesgo. En estos casos, lo que ocurre es que nuestro cerebro revive la situación traumática, una y otra vez, para intentar asimilarla y eso impide que nuestra actividad fisiológica disminuya aunque la amenaza haya desaparecido. Los traumas son característicos de las víctimas de terrorismo, violencia sexual, una guerra o catástrofes naturales.

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