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Cuando suena el despertador en una de las calles del viejo Madrid en la que vivió Francisco de Goya, no lejos del Teatro Real, quien se despierta allí cada mañana, más de doscientos años después, es Alfonso Palacio (Gijón, 1975), director adjunto del Museo del Prado. Tras veinte minutos de caminata, a buen paso, llega a su despacho en el Casón del Buen Retiro y abre enérgicamente las ventanas. A sus pies, la estatua dedicada a María Cristina de Borbón, y al final de la calle de Felipe IV, más allá del Neptuno en mármol de Ventura Rodríguez, el hotel Palace. El despacho, sencillo y no muy grande, tiene un escritorio lleno de libros y un corcho repleto de documentos atravesados por chinchetas de colores colgado de la pared. También una mesa redonda preparada para que se sienten cuatro o cinco personas. «Me paso la mañana reunido, pero cuando se trata de que un museo como este funcione, las reuniones son imprescindibles», cuenta a EL COMERCIO, que ha acudido a Madrid a pasar un día en el trabajo con quien fuera director del Museo de Bellas Artes de Asturias durante doce años, ahora mano derecha de Miguel Falomir al frente del buque insignia de la cultura española, donde encabeza las áreas de Conservación e Investigación.
Tras los saludos, se sincera. «Estar trabajando en el Prado es la aspiración máxima de cualquiera que, como yo, se haya dedicado a la investigación de la Historia del Arte y al campo de los museos. Esta es la meta a la que alguien como yo aspira llegar», dice mientras toma asiento para atendernos. Lo que más echa de menos de Asturias, además de a la familia, es la naturaleza. Cada dos semanas vuelve en tren y se pasa «sábado y domingo paseando entre árboles y viendo el mar», recargando baterías para regresar a un trabajo «exigente, pero que es el que quiero hacer en este momento».
Tras él, un único cuadro decora la estancia. Es 'San Cosme y San Damián', un lienzo del siglo XVII pintado por Giovanni Battista Caracciolo, de la escuela de Caravaggio. «Cuando llegué me dijeron que podía cambiarlo, que escogiese uno de la colección, pero voy a dejarlo», nos cuenta. Por varias razones. La primera, porque lleva en esa pared desde que lo colgó Gabriele Finaldi, adjunto a la dirección entre 2002 y 2015, año en el que fue nombrado director de la National Gallery de Londres. La segunda, porque ninguno de quien lo sucedió lo cambió. Ni Miguel Falomir ni Andrés Úbeda, de quien Alfonso cogió el relevo. «Creo que estos dos médicos tienen algo de protectores», comenta mientras los observa, a medio camino entre la broma y la superstición.
Alfonso Palacio viste de traje y corbata, y a las nueve de la mañana ha tenido su primera reunión con Falomir y otros jefes de área del museo. No será la única. «Intento que nunca superen los 45 minutos, que sean prácticas y útiles», explica. «También me gusta visitar a los responsables de las áreas en sus lugares de trabajo, conocer bien todo el museo y la gente que trabaja en él», añade.
Son alrededor de 800 personas, de las que unos 500 son vigilantes de sala. De Palacio dependen los que trabajan en áreas como la de restauración, pero también el archivo, las exposiciones temporales, la investigación, la documentación, el apartado educativo... «Tengo que continuar la línea trazada por mis predecesores, que es la de la excelencia. Y hay que mantenerla, que no decaiga», se pone como reto. Para ello, «hay que planificar muy bien lo que se hará en los próximos años, con dos hitos importantes a la vuelta de la esquina». Uno es la inauguración del Salón de Reinos en 2028, ya en obras bajo el proyecto de Foster y Rubio, que más allá de una ampliación, especifica, «es la apertura de un nuevo museo junto al actual, al que volverán las pinturas que allí estuvieron. Incluida la 'Rendición de Breda' de Velázquez y otras once grandes pinturas de batallas. Pero también es una nueva sala de exposiciones temporales». El otro hito es el bicentenario de la muerte de Goya, también en 2028. «Somos el Prado, y todos los ojos estarán mirando hacia nosotros», asume. Cada uno de estos hitos, recuerda, es una oportunidad para seguir investigando. «Toda acción que se haga en el Prado tiene que aportar conocimiento nuevo. El remedo, la copia, el contar algo que ya estaba contado, no va con nosotros».
Tras las reuniones, su trabajo consiste en la gestión de lo que él llama «superequipos». Y no solo por su tamaño, sino porque «estoy comprobando que en todos los departamentos hay gente que destaca por su gran inteligencia», agradece. Hoy, por ejemplo, ha recorrido acompañado de EL COMERCIO el área de restauración. En una de las alas del museo, alrededor de un patio interior y tras una puerta de seguridad acristalada, nos recibe Antonio Quintana, coordinador de todo este inframundo de bastidores, escaleras, batas blancas, pinceles y productos químicos. «El área de restauración es mucho más que la pintura, donde trabajan once personas. Está el área de papel, de escultura, de marquetería, de artes decorativas... y también el gabinete técnico, que se encarga de tomar todos los datos de los materiales de las obras de arte; tenemos un laboratorio de química y técnicos de tratamiento de imagen, radiografías, tomografías... Hoy en día disponemos de toda la tecnología que necesitamos para estudiar nuestras obras, somos autosuficientes», presume. Nos explica Palacio que, la del Prado, está considerada «la mejor área de restauración de todo el mundo». Es por eso que somos referencia.
«De estos talleres salen becarios, universitarios en prácticas que vienen de todo el mundo y que son los encargados de las áreas de restauración del resto de museos de España», detalla Quintana. También acometen en estos talleres mejoras en otras colecciones, privadas y públicas. En todos los casos, la labor formativa es fundamental. Mientras alguien trabaja, hay otra persona aprendiendo. Palacio, de hecho, entiende el Museo del Prado como «un campus universitario, un centro de investigación, de estudio, de divulgación».
Lucía Martín Valverde está acabando de recuperar 'El cacharrero', un cartón para tapiz del mismísimo Goya al que le ha dedicado ocho meses de su vida. «Miles de horas», dice orgullosa mientras lo muestra. A su lado, Almudena Sánchez, restauradora con más de 40 años de experiencia en el museo, se enfrenta a «una 'Resurrección de Cristo' saliendo del sepulcro, de Pietro Novelli, italiano del siglo XVII, quien conoció a Van Dyck en Sicilia y tomó de él muchas de sus técnicas, que trasladó a este cuadro».
Desde el tono amarillento inicial, fue eliminados los barnices y descubriendo la pintura original. Una vez borradas las restauraciones anteriores y los repintes, comienza la fase de integración, punto por punto: ir cubriendo las faltas para que todo se vaya uniendo y «llegar a la imagen más parecida posible a lo que concibió el artista».
En las 'catacumbas' del museo, bajo las galerías, al final de un interminable pasillo, conocemos a Gemma García Torres, restauradora también y responsable de la colección de marcos. En una de sus salas, el famoso retrato de Felipe IV a caballo de Velázquez aguarda mimos y cuidados. «El proceso de restauración siempre busca recuperar al máximo el original, consolidarlo. Otras veces tenemos que utilizar moldes, y luego policromamos, los doramos como hacían los artesanos hace varios siglos. También estamos haciendo marcos en 3D que nos permiten documentar la colección y crear marcos nuevos. Y tenemos 880 marcos libres, ya restaurados, que se podrían usar», explica.
En todo momento todo el mundo se saluda por su nombre y sonríe, el equipo está engrasado y todos parecen querer sumar. Alfonso Palacio aprovecha cada pausa para tomar nota de lo que le dicen los diferentes responsables de las áreas y darles indicaciones. Además, en sus ratos libres, que escasean, prepara dos exposiciones. De una de ellas será él mismo el comisario, para 2026. «Pero eso se anunciará en su momento», nos dice.
Tras despedirse, le vemos caminar por las galerías ya vacías del Prado, hacia su despacho, mirando a un lado y a otro, empapándose del museo. De su museo.
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