Boquerones, la nueva ola de un clásico avinagrado
Redescubiertos por el fenómeno de las gildas, toman de nuevo protagonismo, dejando a lado el estigma del bocado humilde
Blancos como la espuma, tendidos en fila sobre aceite, ajo y perejil, los bocartes en vinagre custodian infinidad de barras. Humildes, menudos y nutritivos, son un clásico atemporal, refugio de taberna ajeno a las modas. Hasta ahora.
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De un tiempo a esta parte, el diminuto pescado azul amaga con vivir una segunda juventud, impulsada por el renovado fervor por las gildas, icónico aperitivo vasco que ha conquistado al país. Ensartados en esa trinidad sabrosa que los emparenta con la aceituna y la guindilla, se convierten en protagonistas del aperitivo donostiarra verde, salado y un poco picante, al igual que el personaje que interpretaba Rita Hayworth en la película homónima.
Las banderillas son tendencia y concursan en campeonatos de pinchos, brillan como bocado gourmet o reinan en la mismísima Feria Internacional de Muestras de Asturias; hay, incluso, restaurantes que les rinden culto.
Pero hoy toca hablar de los bocartes marinados, fondo de armario gastronómico, con presencia discreta pero constante, metáfora exquisita que ilustra cómo tiempo, ácido y cuidado transforman y elevan lo sencillo.
A pesar de la aparente simpleza de su receta -son la forma más humilde de cocinar sin fuego- cada hogar, cada maestrillo, aporta sus particulares matices, que los distinguen. El primer condicionante es saber elegir piezas frescas, brillantes, de piel tersa y ojos transparentes.
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La paciencia actúa después: en el eviscerado y la limpieza, arrebatándole la espina y la cabeza. El marinado en vinagre, una pequeña proporción de agua y sal llega a continuación para reposar de nuevo sin prisa en el frigorífico.
Allí ocurre la magia y el pescado crudo, por obra del ácido, se transforma. Aún queda picar finamente ajo y perejil, recolectar los boquerones y dejarlos de nuevo descansar sumidos en aceite junto a los dos ingredientes.
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Y así, sin que nadie les diera importancia, han trepado desde lo más bajo a pasearse con cierta elegancia por menús que se escriben en pizarra y se fotografían antes de probar. Coronan coloridos gazpachos, acompañan crujientes tostas, alegran ensaladas junto a las frambuesas, incluso son protagonistas del sushi de autor.
Su evolución no merma el encanto de la tapa clásica y sin pretensiones. En una tapa cabe una infancia, una terraza con toldo verde, el vermú inolvidable y la siesta que llega después.
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