Elogio de las librerías
LUIS DÍEZ TEJÓN
Miércoles, 20 de agosto 2008, 06:13
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E NTRE todos los oficios que en el mundo son y han sido, dicen que el primero y más noble es el de alfarero, por eso de que fue el que ejerció el Señor cuando hizo de Adán el primer cacharro. Acaso no le anda muy atrás en dignidad el de carpintero, que también fue práctica divina, pero uno confiesa que por el que siente una querencia platónica es el de librero. Un librero de los de siempre, de esos que entienden este término en su acepción más tradicional, porque no es lo mismo ser librero que dedicarse a vender libros. Todos los oficios se nutren de un componente vocacional, pero este, además, añade un nuevo elemento que le otorga un carácter diferenciador: el amor al producto que se vende. El buen librero lo es por el amor a los libros; no se concibe a sí mismo sin su presencia y no se imagina qué otra profesión podría ejercer en la que no estuviera rodeado de ellos. Aún queda alguno que tiene su librería sólo por esto, porque, lo que es dar, le da lo justo para sostenerle malamente a él y a Hacienda. Pero no la cambiaría por ningún otro negocio.
Uno colecciona librerías en su memoria como uno de los más apreciados botines de sus viajes: la Nardecchia, de Roma, las de la calle Corrientes, en Buenos Aires, unas cuantas en Madrid, las de viejo de Portobello, en Londres, la Diogene, en Lyon, alguna en Lisboa y otras más, en las que el aire huele a mezcla de tinta y vetustez, a quietud y a papel añejo, y donde siempre hay un librero de palabra entendida y ojo sabio de tanto hurgar en las entrañas de su mercancía.
Una librería tiene algo de recinto iniciático, un punto de encuentro entre adeptos del objeto único que nos propone un diálogo silencioso más allá del tiempo, y todo eso en un ambiente a tono con ese espíritu de búsqueda y de hallazgo. Aquí alimentan su esperanza los coleccionistas bibliófilos y los lectores que se nutren al margen de las modas y la publicidad. Aquí los libros muestran, en mayor medida que los que se exhiben en las millonarias campañas promocionales, su humildad y resignación de siglos, a la espera de esa llamada sensible que los rescate para cumplir su función. O sea, que es mucho más que un simple lugar donde se venden libros. Nada que ver, por ejemplo, con las secciones de los grandes almacenes, que huelen a ambientador y aturullan con el disco de moda y que, encima, ni siquiera tienen estanterías como la estética del caso y Minerva mandan. A ver qué es eso de una librería sin estanterías.
Decía Valery que los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los bichos, el tiempo y su propio contenido. De todos ellos les protege el buen librero, incluso del contenido, porque en su perspicacia está el ofrecer a cada lector aquello que acaso él no pueda más que intuir.
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Pues que vengan los libros electrónicos y cualquier otro artilugio de nombre impronunciable, que puede que hasta tengan su sitio, pero nadie podrá acabar con el viejo oficio del librero, un presentador de buenos amigos.
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