Del catálogo de horrores con que inevitablemente nos vemos sacudidos a poco que frecuentemos algún informativo, hay una imagen que me ha resultado terriblemente perturbadora. ... Y no, no se trata de las más espantosas, ni las más sangrientas, ni edificios destruidos, ni cadáveres en la calle, que por supuesto, también. Lo que me resultó particularmente inquietante y resucitó quién sabe qué miedos, fue el momento en que eran descubiertos algunos hombres que trataban de huir.
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Me refiero a esos planos de soldados registrando coches atestados con lo que las familias han podido meter en su coche para marcharse, y encontrando, metido en una caja o en el maletero, entre bolsas de pañales, cubiertos de mantas, a hombres en edad de coger un fusil, que habían preferido escapar con su familia, buscar refugio. Esconderse.
Las guerras traen consigo, además de la destrucción y la muerte, el dolor y las heridas que permanecerán abiertas durante generaciones, una exacerbación de sentimientos de esos llamados nobles y que articulan la pertenencia a un territorio, a una raza, a una ideología, a una religión. También las miserias y las crueldades, como es lógico, pero en este caso me refiero a cómo se exalta el sentimiento patriótico, la valentía, el arrojo. Los héroes que dan la vida por la nación, los que combaten, los que se inmolan. A saber cómo se consigue movilizar ese ardor guerrero, en qué ocultas raíces se alimenta, qué películas vistas en tardes perdidas, qué viejas cicatrices influyen en definitiva en convertir a un tranquilo oficinista en una máquina de matar. Pero son esos los aclamados, los bendecidos por la historia.
Y frente a ello, crece el desprecio por los cobardes, por los que como en la vieja canción, vuelven la espalda en vez de luchar. Esa familia que huye con el padre, o con el hijo apenas adolescente, oculto entre equipaje apresurado, con la única esperanza de poder seguir juntos, con los corazones en un puño ante el temor de ser descubiertos, se parece mucho a mis miedos. Ese hombre aterrorizado bajo la luz de las linternas de los soldados en la frontera se parece mucho más a mí que el que se arma hasta los dientes para defender a su país pegando tiros. Pertenezco a esa ralea de despavoridos y gallinas que solo pueden pensar en huir, en encontrar un escondite, en hacerme una bola y taparme hasta los ojos, como cuando de niña veía una película de miedo, convencida de que ocultarme era suficiente para conjurar cualquier peligro.
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Solo que han pasado los años y ahora ya sabemos que cada vez es más difícil escabullirse de las amenazas. Que no basta un agujero, o un coche atestado de mantas, que el mal, personalizado en unos, en otros, en todos, se cuela por cualquier rendija, te encuentra en el fondo de cualquier guarida.
Y lo que es peor, que la fuga difícilmente te lleva a ningún sitio, que no hay islas a las que huir, que sobrevivir es un oficio para los más valientes, que nada va a protegerte del enemigo, porque miles de años sobre la tierra no han modificado esa manía de los humanos de intentar solucionar cualquier conflicto a garrotazos. Ni la de quienes mandan, cómodamente instalados en sus certezas de cartón piedra, que deciden sobre la vida, la muerte, la valentía de gente que para ellos son solo piezas de una partida de ajedrez.
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