Una de las cosas que resultan chocantes para muchos europeos que nos visitan es la presencia de persianas en todas nuestras ventanas. Las explicaciones para ... que aquí se dé ese raro fenómeno tal vez habría que buscarlas, entre otros factores, como el clima o la siesta, en la reserva que los españoles tenemos acerca de nuestra vida privada. Vivimos gran parte de nuestras horas en la calle, en comunicación abierta con todo el mundo, pero luego el interior lo resguardamos de miradas ajenas. Dicen que tiene que ver con la tradición religiosa: entre los católicos, frente a protestantes y calvinistas, tiene un gran peso el juicio de los demás y se tiende a reservar una parte en la intimidad sin testigos y sin que nadie fisgue.
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Tal vez por esa misma razón que nos lleva a ocultar, a mantener nuestra vida doméstica en la clausura que garantizan las cortinas y las persianas, la curiosidad por las existencias de los demás es una especie de deporte nacional. De ahí el éxito que los programas de televisión en los que como en una carnicería se expone la casquería sentimental, se cuestiona la moralidad, se emiten juicios sumarísimos, y se critica a cualquiera que se ponga a tiro. Añádase a eso la exhibición impúdica que suponen las redes sociales, aunque en este caso todo este pasado por el filtro de lo ilusorio, por el falseamiento de las herramientas, por la cuidada puesta en escena de una intimidad que casi nunca es tal, sino la elaboración más artificiosa de lo que uno querría ser, o hacer, o tener.
Por eso me fascina especialmente, porque me toca el corazón, esa otra exposición pública de las intimidades ajenas, la que uno se encuentra cada mañana de domingo en el Rastro: todos esos objetos descuidadamente colocados sobre mostradores efímeros, que cuentan las historias jamás entrevistas: esos restos de las vajillas que se usaron en tan raras ocasiones, los juegos de café impolutos, que durante décadas ocuparon un lugar en una vitrina del mueble del salón, las figuras de porcelana, las piezas incompletas de cristalerías que conocieron los sorbos de un tiempo definitivamente perdido. Y junto a ellas, con una capacidad para conmover, todo aquello en lo que es posible adivinar unas manos domesticando el tedio de las horas: manteles bordados, colchas de ganchillo que seguramente resguardaron sueños hasta quedar definitivamente aparcadas en favor de fundas tan nórdicas y tan modernas. En cada puesto, en cada objeto, en cada sartén usada, en la tecnología obsoleta, en los relojes que ya no marcan más hora que el desasosiego, en los libros que durante años durmieron un sueño de polvo en las estanterías, bisuterías que rubricaron amores ya perdidos, manualidades escolares con destinatarios (madre, padre) capaces de sonreír con entusiasmo ante despliegues de ceniceros horrorosos, de collares de macarrones, de rosarios elaborados con garbanzos. Juguetes con más de treinta o cuarenta años diluyendo la ilusión que fueron un día en sus colores desvaídos Objetos aparentemente inocuos todos ellos que guardan sin embargo la dosis suficiente de veneno como para estrangular el corazón.
En uno de los puestos un cartel indica que se vacían pisos y trasteros. Compramos cosas, añaden. Pero no es cierto: en realidad compran, para luego vender, pedazos de conmovedoras, de perdidas vidas.
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