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Solidaridad y pillaje

Cuando las fuerzas del orden ya estaban exhaustas de ayudar a los perjudicados, ahora también tienen que ocuparse de esta delincuencia coyuntural

Sábado, 2 de noviembre 2024, 01:00

Creo que como en otras ocasiones en las que las fuerzas incontrolables de la naturaleza han causado estragos dramáticos, la solidaridad, empujada por el dolor, ... se hará materialmente visible con los miles de afectados en el levante y sur de la Península. De hecho, ya se han hecho públicos, espero que sin atisbo publicitario, los donativos de empresas, gentes de fortuna y hasta equipos de fútbol que, sin duda, algo aliviarán este sindiós que, desde esta tranquila Asturias, podemos lamentar y compadecer e incluso querer drenar con nuestro grano de arena particular.

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Ante estas catástrofes podemos comprobar cómo lo público y la iniciativa privada se dan la mano para intentar rescatar a las víctimas de las inundaciones destructivas y a tantos cadáveres como aún quedarán por recuperar. A nadie se le escapa cómo se resuelve y cuál es el resultado de la ecuación de desbordamientos, aluviones y decenas de personas largamente desaparecidas. Sólo auténticos milagros, a estas horas, pueden llevar paz y alivio a quienes nada saben de los familiares que siguen sin dar señales de vida, muy posiblemente por eso, porque no hay vida desde la que dar señales.

Lo público, al margen de las negligencias o retrasos que puedan acreditarse con rigor y exigencias, en su caso, de responsabilidad, evidencia que nuestro país no es un Estado fallido, sino vivo. Y los cuerpos de salvamento, policiales y militares ofrecen una imagen esperanzadora en medio de la oscuridad y el caos. Y los trabajos titánicos de la ciudadanía de las zonas afectadas y de quienes, heroicamente, se han acercado a ayudar –nuestra región y algunas organizaciones muy vinculadas a nuestros sectores tradicionales de salvamento han reaccionado instantáneamente–, merecen un fuerte aplauso, por más que el escenario no permita ni escucharlo.

Por desgracia, la rapiña no se ha hecho esperar. Algo sabemos los juristas de la conexión entre calamidad, desvalimiento y abandono de enseres para salvar la vida y el inmediato pillaje para hacerse con lo ajeno no custodiado. Incluso suplantando a organizaciones humanitarias. Cuando las fuerzas del orden ya estaban exhaustas de ayudar a los perjudicados, ahora también tienen que ocuparse de esta delincuencia coyuntural que parece preparada siempre para cebarse con los más indefensos. Espero que se detenga y juzgue a estas alimañas que, como los incendiarios de nuestros montes, carecen de toda sensibilidad con las personas, los pueblos y el medio natural.

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Pero, aunque ya sabemos que la fuerza mayor –incluso previsible, pero inevitable– exime de responsabilidad, los daños y pérdida de vidas de las riadas y diluvios siempre pueden aminorarse, no sólo con avisos previos (la magnitud de la tragedia no se podría minimizar quedándose en casas que se ha llevado la DANA), sino con infraestructuras adecuadas no desbordables o evitando la especulativa y tópica construcción en zonas inundables. De eso, salvando las distancias, algo sabemos en esta tierra y todos recordamos las patéticas fotos del hospital del Oriente ante un desbordamiento.

De lo de la carencia de obras adecuadas, sin duda muy caras –pero las vidas humanas cuestan más– algo puedo trasladar de mi estancia profesional en la región murciana. Allí no son insólitos los crecimientos desmesurados de los ríos, incluido el Segura, ante las gotas frías, que tampoco son nada insólito por aquellos pagos, para terror no sólo de urbanitas sino, muy singularmente, de agricultores, en una comunidad rica en producción pese a la falta –gran paradoja– de agua durante meses. Y puedo dar testimonio, a muy pequeña escala, para mi fortuna, de lo que, en circunstancias menos apocalípticas que las de estos días se puede sufrir. Relato que en el ya lejano 1988, durmiendo en una habitación del extinto Colegio Mayor Belluga, me despertó el ruido de la lluvia. Parecían golpes de objetos metálicos sobre la techumbre plana, tipo terraza, que cubría el ala del edificio donde estábamos media docena de profesores. La intensidad y la fuerza iban en aumento hasta que, de repente, cedió el techo y se precipitó sobre mi dormitorio. Afortunadamente, no me tocó, pero el agua entraba a modo de catarata. Como pude, saqué algo de vestir del armario y salí corriendo –aún no había nadie despierto– en busca de un alojamiento donde resguardarme, al que, por suerte, llegué empapado tras buscar algún hotel próximo a la desesperada, porque de aquella no había móviles. Al día siguiente eran perceptibles las inundaciones, pero la situación estaba normalizada. Hasta que se arregló el desaguisado del colegio mayor, me quedé en el hotel y ya no recuerdo en qué forma y cuantía se me indemnizó. No tengo un recuerdo muy favorable de cómo se gestionó aquello. Hoy miro las imágenes de la televisión y la mojadura murciana me parece, obviamente, una broma. Pero no los comentarios de los parroquianos de que «siempre igual» y que, a la vista de las obras que no se hacían, «esto se veía venir». No sé si a lo que se está viviendo a orillas del Mediterráneo se le pueden aplicar tan penosas sentencias.

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