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El librero impecable

Miércoles, 4 de agosto 2021, 01:25

Era entrar en otra dimensión, como si al cruzar la puerta los días y los siglos plegándose sobre sí, escribieran su propia teoría acerca del ... tiempo. Y allí, oficiando como sacerdote del conocimiento, envuelto por el sonido de la música clásica apenas audible, por restos de humo (cuando aún el humo no estaba proscrito) estaba él, Tino Vetusta.

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Ese es el primero de los recuerdos que me buscan ahora mismo que acabo de enterarme de que Tino Vetusta se ha ido otra vez y los libros han enmudecido aún más. Ya se había ido hace unos cuantos años, ya había transformado aquel silencio que era ceremonia, en el vacío de la ausencia, de la persiana echada. No hubo ni una sola vez desde entonces, que al pasar por la calle a la altura de la librería no se me fueran los ojos al escaparate que ya no existía. Ahora se ha ido otra vez, a ese silencio lleno de palabras. Contaba que cuando era niño el único libro que había en su casa era un diccionario que un abuelo suyo había traído de Argentina. Me gusta pensar que aquel niño aún vivía en el librero que recorría ciudades a la busca del tesoro, que rastreaba ediciones imposibles, que acariciaba lomos de piel con ansiedad de amante y que se estremecía al contacto de los hallazgos que una existencia dedicada a la pasión por los libros podía deparar.

De Tino Vetusta queda memoria porque son muchos los amigos que disfrutaron de su sentido del humor, de su ironía, de su conocimiento, de su pasión. Queda su imagen inconfundible: la elegancia de su atuendo, su calzado impecable, su aspecto de lord inglés en su sillón, su bigote poblado con tendencia a dalinizarse en las puntas. Esa imagen, en aquel templo de libros maravillosos, de pequeños objetos procedentes de quién sabe qué bibliotecas, con quién sabe qué historia detrás.

Yo que no puedo presumir de haber sido amiga suya, porque era tal el respeto que me infundía que nuestras conversaciones fueron muy limitadas, guardo sin embargo el recuerdo de una mañana en aquella librería y una pareja que convirtió un lugar común en situación real: contemplaban una enciclopedia que ocupaba un par de estantes y lo hacían con interés, incluso habían sacado un par de ejemplares para valorar más de cerca la calidad de la piel, aunque no habían llegado a abrirlos. Tino Vetusta ojeaba un libro y los miraba de vez en cuando. Finalmente, como en un chiste pero tan real como estas palabras, la pareja decidió que el color de la enciclopedia no iba bien con la decoración de su salón. Fue entonces cuando Tino Vetusta levantó la mirada de su libro, y yo busqué sus ojos. En aquella mirada, sin necesidad de palabras, cabía todo el amor por los libros. El que él se ha llevado consigo, la orfandad que deja.

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