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Malos tiempos para la semántica

Lo de que nada era verdad ni mentira viene de antiguo, lo sé. Pero nunca antes confundir la una con la otra deliberadamente había transformado de este modo nuestra percepción de la realidad

Sábado, 18 de diciembre 2021, 01:33

Es prácticamente imposible analizar lo que ocurre en el momento que ocurre. Estos días que vivimos, cuando pase el tiempo adecuado, podrán ser analizados, enjuiciados ... y seguramente condenados en muchos aspectos. Otras generaciones, quizá hipotecadas para siempre por nuestras malas decisiones con respecto a asuntos tan fundamentales como el trato infligido al planeta y las cobardías en que tendemos a refugiarnos, emitirán un veredicto acerca de quiénes fuimos y qué hicimos los que ahora somos incapaces de mirar a nuestro alrededor y actuar en consecuencia.

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Una de las cosas que estoy segura (aunque reconozco que mis aptitudes proféticas tampoco están muy allá) de que se juzgará en el futuro es el modo en que dejamos que palabras que tenían un significado preciso, o por lo menos contundente, dejaran de tenerlo y la confusión en la semántica tuviera consecuencias que aunque atisbamos no estamos en condiciones de calibrar su repercusión. Y sí, ya sé que este podría parecer un asunto muy menor comparándolo con el desprecio sistemático por las vidas de tanta gente, la prioridad absoluta de los beneficios económicos cortoplacistas de algunos con el consiguiente destrozo medioambiental y tantas cosas que ya veremos cómo nos retratará para la posteridad. Pero no lo es. Me refiero a las palabras y al modo en que estamos dejando que el significado que tenían se diluya en función de los intereses de quienes (también) son dueños de ellas. Habíamos asumido como mal menor la existencia de eufemismos a los que estábamos dispuestos a atribuir una intención de suavizar, de limar aristas en las conversaciones, pero cuando aún no habíamos valorado adecuadamente la trampa que podía suponer y lo delicado de su manejo, nos metieron el gol por la escuadra del lenguaje políticamente correcto, sin que acertáramos a entender la dimensión que tenía, y cómo lo que parecía como mucho tedioso, iba a extenderse como una marea aceitosa y transformaría actitudes, juicios, miradas. Como si hubiéramos entrado en un ámbito donde discernir se convirtiera en una tarea heroica, descubrimos después que las palabras han dejado de significar lo que significaban. Y no, no hablo de la evolución normal de los términos, sino de lo importante, del modo en que las palabras que constituían el esqueleto que articulaba la convivencia se descargan de su significado y terminan por no servir para nada. Así sucede con la palabra verdad y la palabra mentira. A la primera se la ha dotado de un adjetivo posesivo (mi verdad, tu verdad) que la minimiza hasta convertirla en caricatura. La mentira, que siempre tuvo una carga negativa, y que la hacía opuesta a cualquier conducta noble, ha quedado reducida a anécdota y se ha sustituido por un engañoso término, el de la postverdad que permite, en realidad, mentir en sede parlamentaria, en sede judicial, en un programa del corazón o en cualquier otra situación. Sin un atisbo de sonrojo.

Lo de que nada era verdad ni mentira viene de antiguo, lo sé. Pero nunca antes confundir la una con la otra deliberadamente había transformado de este modo nuestra percepción de la realidad y la indolencia con que dejamos que en esta confusión, en esta complaciente indefinición se nos vaya la vida. Y nosotros, los que tan duramente hemos juzgado las decisiones de generaciones pasadas, veremos a ver cómo salimos de guapos cuando los que vengan detrás analicen este tiempo en que dejamos que las palabras perdieran la nobleza de su significado.

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