Los miserables
Siempre están ahí: bien atentos a su oportunidad, convencidos de que en medio de la dificultades, del espanto generalizado, de los temores, su condición de urracas, su codicia sin límites, sacará partido de las desgracias
Ya hemos aprendido que en cualquier situación de crisis, cuanto peor lo pasa la mayoría de la gente aparecerán sin remedio algunos indeseables que sacarán ... provecho, y harán suya, de la más nauseabunda forma posible, aquello de que toda crisis es una oportunidad.
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A pesar de saberlo, cada vez que sucede algo que quiebra por completo el devenir de los días volvemos a quedarnos boquiabiertos, como si la incredulidad no se acabara nunca y la miseria humana siguiera confundiéndonos una y otra vez. Da igual que se trate de una debacle económica, una pandemia, un desastre natural, una guerra. Siempre están ahí, los miserables: bien atentos a su oportunidad, convencidos de que en medio de las dificultades, del espanto generalizado, de los temores, su condición de urracas, su codicia sin límites, sacará partido de las desgracias. Apóstoles del libre mercado, apologetas del liberalismo más atroz, no tienen empacho alguno en ordeñar hasta la extenuación lo público, principalmente cuando los problemas son tan acuciantes y la necesidad de respuesta tan urgente que incluso se permiten el gusto de saquear las arcas de lo público mientras se disfrazan de salvadores.
A veces sentimos que la náusea nos puede, pero por alguna extraña razón hemos aprendido a tragarnos el vómito. Admitimos como insoslayable la existencia de los miserables, convencidos de que tal vez forman parte de un sistema que no hemos sido capaces de mejorar. Y asistimos, entre horrorizados y paralizados, al despliegue de la exhibición pública de sus miserias (cuando los pillan, que no siempre). Nuestras desgracias, sus oportunidades. Nuestro dolor y nuestro sufrimiento, sus pelotazos y sus lujos. Porque ellos lo valen. Porque una llamada suya, que para eso han sabido hacerse con los contactos adecuados, que para eso son sagaces y conocen al dedillo lo que los demás desconocemos, tiene un coste de millones de euros, mientras nosotros, los de a pie, los que pagamos religiosamente hasta el último céntimo de nuestros impuestos y creemos en el esfuerzo por el bien común, solo tratamos de que durante las crisis salga lo mejor de nosotros. Todas esas mujeres que se mataron con su máquina de coser, haciendo de aquellas sábanas de algodón que guardaban mascarillas para que los médicos pudieran protegerse, los que se organizaron en comités vecinales para que a nadie le faltara nada, los que pusieron los muertos y la agonía, los sanitarios que hicieron jornadas maratonianas, los que pelearon por dar cobijo y proteger a los sintecho en pabellones, todos, en definitiva, formando esa masa de sufrimiento invisible para ellos, para los miserables que solo ven oportunidades y como en los dibujos animados llevan el signo del dólar tatuado en la retina.
Del mismo modo que algo sí ha avanzado en esta sociedad, que ha pasado de admirar secreta (y hasta públicamente) a los listos que conseguían, hábiles ellos, engañar a Hacienda, tal vez es momento de dar un golpe en alguna mesa y exigir que toda esa caterva de canallas no nos miren con la suficiencia de su ingenio para aprovecharse del mal ajeno, alegando, con el cinismo de la desvergüenza, que sus desmesuradas comisiones son legales.
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Porque igual ya va siendo hora de que lo legal y lo ético se vayan pareciendo un poco.
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