Vivimos en un mundo extraño. En la noche del jueves, a la salida del estreno en el Auditorio del esperanzador poema sinfónico de Martínez Burgos ' ... Humanidad que viene de las tinieblas y se esfuerza, incansable, por llegar a la luz', cientos de adolescentes y jóvenes, festejaban con galas macabras a Halloween. Esa misma víspera o noche de todos los Santos –All Hallows' evening– en el Levante español continuaban las muertes reales, sin calabazas y zombis. También ha vuelto con fuerza la palabra lodo, y no en el sentido figurado que cada dos por tres nos recuerda el presidente equilibrista y sus corifeos, sino en el sentido real de mezcla de tierra y agua que anega todo tras la lluvia.
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Pertenezco a una generación que ha vivido entre el Halloween de mis hijas, y el Todos los Santos y los Fieles difuntos de mis mayores, hoy presentes en la memoria. Un amigo, buen conocedor de sutilezas teológicas me aclara que, pese a la proximidad, existen notables diferencias entre los Santos de ayer y los Fieles que se celebran hoy. El día de Todos los Santos fue instituido en el siglo VIII por Gregorio III, para honrar a «todas las almas justas que descansan en paz en todo el mundo». La festividad de los Fieles Difuntos posee un carácter expiatorio. Su raíz, anterior a Cristo, está en Judas Macabeo, personaje bíblico que ofreció sacrificios por los muertos para que quedaran libres de sus pecados. En el siglo IX, la Iglesia Católica eligió el día 2, para evocar a los difuntos y pedir por la expiación de sus pecados.
En estos tiempos de luto, recordamos a nuestros justos que iluminaron nuestras vidas. ¡Ojalá que esta desolación actual sirva para hacernos más auténticamente solidarios! ¡Ojalá que la clase gobernante aprenda, de una vez, a mirar y encarar el futuro sin intereses cortoplacistas! Aprender de los justos es el mejor homenaje que se les puede hacer a nuestros muertos y, en especial a las víctimas de las inundaciones.
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