De un Oviedo plural y un arco singular

Inicio esta nueva sección semanal de historias vividas, en la que trataré de aburrir lo menos posible a los indulgentes lectores, uniendo una confesión de mis carencias viajeras y un recuerdo imborrable de la infancia. Una reflexión sobre lo que se dice en un lugar y lo que me dice ese lugar.

Todos conocemos, gracias a una iniciativa del exalcalde Antonio Masip, la existencia de 'Los otros Oviedo', como tituló Adolfo Casaprima un libro del mayor interés. La lápida que se halla en el arco de San Vicente, en la supuesta cuna benedictina de la ciudad, recuerda la reunión de alcaldes procedentes de Florida, República Dominicana y Paraguay junto al entonces regidor de la capital asturiana. El propio Masip, no hace mucho, escribió un inspirado artículo donde narraba el encuentro con una estudiante del Oviedo estadounidense y cómo, caminando con ella y con el cronista Manolo Avello, se toparon con unos turistas despistados que preguntaban si estaban en Oviedo...

Y aunque sólo en el caso de la localidad de la universitaria de ese relato el topónimo Oviedo trata de honrar a nuestra ciudad y -dicen- a nuestra Universidad, lo cierto es que siempre he querido visitar esos tres Oviedo del nuevo continente, que llegan a distar 13.500 kilómetros entre sí y, en el caso del más meridional, 9.300 de nuestra Catedral.

Siempre pensé que, justamente, viajaría prioritariamente a esa población de Florida, de unas cuarenta mil almas, que nació como una simple estafeta postal por iniciativa de un colono llamado Andrew Aulin, justamente en los años en los que se desarrolla 'La Regenta' y que me atrae cada vez más cuando entro en su web municipal. Pero no lo he hecho y espero remediarlo. A fin de cuentas, como bien saben los avilesinos, Florida no puede ser indiferente a un asturiano.

Cosas de la maldita pandemia: en el otoño pasado, creo que en noviembre, iba a celebrarse un Congreso en la República Dominicana y contaba con poder desplazarme a la provincia de Pedernales, al pequeño municipio ovetense, tan asociado a una laguna y a un desastre natural. El 'evento', como ahora dicen, se aplazó y con él mi visita a una localidad que debe su denominación al primer cronista de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo Valdés, que, aunque nacido en Madrid en 1478, no podía esconder sus apellidos asturianos y, en efecto, provenía de Borondés, en el concejo de Grado.

Diversamente, sí transité, hace tres años, por Coronel Oviedo, en Caaguazú, Paraguay. Y aunque el topónimo se deba a un héroe de la tan triste Guerra de la Triple Alianza, me ilusionó ver una rotulación tan familiar. Una ciudad ya grande, de unos ciento cincuenta mil vecinos, donde, qué grata afinidad, existe una gran afición musical y hasta cuenta con una Asociación Filarmónica Ovetense, titular de un conservatorio y una orquesta estable llamada Filarmónica Ovetense; como para no emocionarse, al margen de otras cuestiones estéticas, que no afectivas, ya que sólo puedo dedicar palabras gratas a la hospitalidad y grandeza del pueblo paraguayo.

Por donde sí transité todos los años de mi infancia, antes de las vacaciones en Salas o en Cofiñal, en León, fue por el citado arco de San Vicente. Mi padre nos llevaba siempre, por aquellas fechas, a mi hermana y a mí a recorrer el Museo Arqueológico, al que, impactados por los cráneos allí exhibidos, llamábamos 'el museo de las calaveras'. Fue, sin duda, una de las claves con las que nos inculcó el amor a Asturias, tan firme y refractario a cualquier infidelidad.