Lidia de la Lama sufrió un infarto tras contagiarse de covid; hoy vive medicada y lleva un año de baja laboral. J. M. PARDO

20.000 asturianos que viven con covid persistente

Covid persistente ·

Los afectados relatan cómo les ha cambiado la vida desde que se contagiaron. «Me han llegado a decir que soy una cuentista, que pasar la covid no es para tanto», cuentan

Sábado, 15 de octubre 2022

Desde que Elvira Soto se contagió de coronavirus, en marzo de 2021, su cuerpo se ha convertido en un campo de batalla constante. Ha llegado a contabilizar más de veinte síntomas: cansancio extremo, temblores, migrañas, dolor de oídos, pérdida de memoria, náuseas, diarrea, rigidez de la articulaciones y principio de depresión, entre otros. El diagnóstico oficial es que padece fibromialgia, pero, en realidad, el suyo es uno más de los 20.000 casos en Asturias de covid persistente.

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La mayor parte del tiempo, Elvira va tirando a base de calmantes, pero hace cosa de un mes se le terminó la baja y se ha visto obligada a limpiar oficinas durante ocho horas al día. Tarda el doble en hacer su trabajo. Estar demasiado tiempo de pie la supera. Los jefes le han dado margen, «me dicen que no me preocupe, que me tome mi tiempo, pero al final no rindes como el resto».

Llora por todo. A veces se esconde en el baño para hacerlo, otras, cuando algún compañero intenta animarla, se derrumba como un dique que ya ha aguantado demasiado. Al llegar a casa está exhausta y apenas encuentra las palabras para comunicarse con su marido. «Es como si hubiera envejecido diez años de golpe», cuenta Elvira que, a sus 61 años, se siente incapaz de hacer vida normal como le dicen los médicos. Además del dolor físico, la otra batalla de Elvira es emocional y está marcada por la incomprensión del entorno y buena parte de la sociedad. «Me han llegado a decir que soy una cuentista, que pasar la covid no es para tanto», explica.

Lidia de la Lama revisa la medicación que toma. PARDO

Este desconocimiento aplica también a los propios sanitarios que, en ocasiones, «te despachan como si fueras un trámite incómodo», cuenta la mierense Lidia de la Lama Díaz, de 42 años. En diciembre de 2021, Lidia ingresó en el HUCA por un infarto de miocardio, estaba contagiada de covid. Aunque se recuperó de lo primero, las secuelas de lo segundo se han postergado hasta el día de hoy. Ella, periodista de profesión, es incapaz de concentrarse para corregir alguno de los textos que antes revisaba de corrido. A veces es como si tuviese la palabra en la punta de la lengua y no terminase de salir, duda de su propio criterio, de su capacidad.

Lidia lleva un año de baja y le aterra la posibilidad de retomar su ritmo de vida anterior. «Siempre he sido una persona muy activa, pero tener covid persistente me ha obligado a parar a la fuerza», confiesa. Algo tan sencillo como tender la ropa o hacer una cama le cuesta horrores. Cuando sale a pasear con su hijo Guille, de siete años, le tiene que pedir que pare cada diez minutos porque de pronto se queda sin aire y no puede respirar.

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Desamparo institucional

Lo que más les pesa a Lidia y a Elvira es la incertidumbre. Aunque ambas se han sentido apoyadas por sus médicos de cabecera y su entorno familiar, lamentan que, a nivel institucional se haya avanzado tan poco en la búsqueda de una solución. En esta línea, la asociación asturiana de afectados critica la laxitud del protocolo asturiano para la creación de Unidades de Covid Persistente. «Al ser todo meras recomendaciones, la realidad es que cada paciente tiene que buscarse la vida y no hay unidades específicas como tal», postula Marieta, integrante de la asociación.

Lo cierto es que el Sespa dispone de una consulta en el HUCA dedicada a pacientes post covid, aquellos con síntomas persistentes tras haber sido ingresados. No obstante, en muchos de los casos, las personas con secuelas han pasado el virus en su casa. Al no tener un lugar centralizado al que acudir, dependen de la derivación de su médico de Atención Primaria a distintos especialistas que, al final «se pasan la pelota», dice Elena, pues «tampoco ellos tienen una respuesta a lo que nos ocurre».

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Elvira Soto, en un parque del polígono de Pumarín. PARDO

En su caso, lleva de baja desde enero y le horroriza pensar en volver a su trabajo en las condiciones en las que está.Se marea día sí y día también. Hace ocho meses que no puede conducir, cuando se pone frente al volante tiene la sensación de que la gente y los coches van a mucha velocidad y es incapaz de seguir el ritmo. «Es como si mi cuerpo se hubiese ralentizado por completo, como si no fuera mío», lamenta.

Aislamiento

Elena solo sale para citas médicas o hacer la compra y tiene que ir acompañada por su marido. Por casa, Elena usa muletas y, a sus 38 años, ha tenido que dejarse bañar por su marido en varias ocasiones porque sus brazos no respondían. La mayor parte del tiempo está agotada, desubicada, sin ganas de nada. Detesta hablar con amigos y familia porque se derrumba cuando le preguntan qué tal va. Una vez se quedó «muerta» en el sofá por efecto del cóctel de medicamentos que le habían recetado -«como no saben qué te pasa, te ceban a pastillas»-. A las 8.45 la despertó su hija mayor de diez años diciéndole que no se preocupase, que ya había peinado a su hermana y hecho los bocadillos para llevar al colegio. «Me pasé el resto de la mañana llorando», cuenta Elena con un hilo de voz que se traba cada poco.

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