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El aplauso que sonó cuando volvió la luz al periódico, a eso de las ocho y media de la tarde, y las voces de alegría que sonaron entre los compañeros me recordaron a los que dedicábamos desde los balcones a los sanitarios durante la pandemia. No sólo porque suponían un gesto de agradecimiento hacia ellos en un tiempo de zozobra, también porque aportaban cada tarde una pequeña liberación personal de aquel terrible estrés al que estábamos sometidos. Aquellos aplausos eran cada tarde un atisbo de normalidad entre tanto dolor. El de ayer fue un aplauso, eso sí, por barrios. Porque no volvió la luz a la vez en todos los lugares. Pero volvió. Y por eso, lo del apagón de ayer no fue, ni mucho menos, tan grave como la crisis del coronavirus, aunque las sensaciones, por momentos, fueron parecidas.
Cuando caminaba por Gijón, camino del periódico, observaba cómo la gente, en aparente normalidad, disfrutaba del sol, de sus hijos, de sus mascotas. Todo parecía suceder como cualquier otro día, y pensé por un momento que estábamos al principio de otra crisis parecida a la del coronavirus y que toda aquella gente aún no lo sabía. Las imágenes del Muro y la playa llenas de gente me recordaron a las de los primeros días de la desescalada, cuando todos salimos de casa por fin, buscando el mar y los espacios abiertos.
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Y no solo eso. Las colas para comprar pan se hicieron más largas de lo habitual, también las de los autobuses, y las linternas, transistores, pilas, velas y hornillos de gas pasaron a ser objeto de deseo. También el dinero en efectivo. En los bares, donde se agotaron pinchos y platos combinados, como en los taxis y en las tiendas, no funcionaban los datáfonos para cobrar con tarjeta. Tampoco funcionaban los cajeros automáticos. Muchos se rascaban los bolsillos en busca de monedas para poder comprarse un bocadillo.
El teléfono móvil, con el icono en rojo en muchos casos, empezaba a ser una preocupación, puesto que al otro lado muchos familiares y amigos no contestaban. Las baterías externas para ellos, y para los ordenadores, empezaron a ser un bien codiciado. Nadie quería quedarse sin conexión. Quien la tenía, recibió su buena dosis de bulos y desinformación a través de las redes sociales: desde una explosión nuclear en Francia a un apagón en toda Europa. Pero todo era mentira. Y eso que solo fueron unas horas. Si llegan a ser varios días, me temo que hubiesen aflorado el egoísmo y la violencia. Y es que el gran apagón de ayer nos volvió a poner en nuestro sitio, ante el espejo de nuestras vulnerabilidades.
Quien se reía de que la Unión Europea recomendase, hace apenas un mes, tener en casa un pequeño equipo de emergencia, con pilas, mecheros o incluso un hornillo de gas, se daba cuenta ayer de que, sin luz, estamos casi desnudos. De que a las dos o tres horas sin energía ya empezábamos a pensar en la comida del congelador que se nos iba a perder, en si deberíamos haber tomado alguna medida más para proteger a nuestras familias. En si deberíamos empezar a comprar latas de conservas o todo se iba a solucionar rápido.
Al final, todo se va arreglando, y más allá de la gente que se quedó atrapada en los trenes, en los ascensores, en sus negocios o incluso en garajes y casas, no parece que vaya a haber consecuencias catastróficas. Los aviones no se han caído, pero esto ha sido un aviso.
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Fernando Morales y Álex Sánchez
J. Gómez Peña y Gonzalo de las Heras (gráfico)
Sara I. Belled y Jorge Marzo
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