Alejandro Céspedes mira la pantalla del ordenador, ante su escritorio. MARIO ROJAS

La fatalidad de lo humano

Culpa y reflexión son dos palabras que marcan 'Cazadores de icebergs', el último poemario de Alejandro Céspedes

Viernes, 20 de mayo 2022, 01:26

Culpa. Eso es lo que siento tras leer 'Cazadores de icebergs', de Alejandro Céspedes. Culpa por la constante destrucción con la que el ser humano ... disfruta. Culpa por una crueldad, en ocasiones, viciosa y sin límites. «Hay poco en el haber, todo en el deber». Culpa que recorre cada verso, cada parte del libro, cada reflexión porque no es esta una obra compuesta únicamente por poemas. Hay en él muy diferentes tipos de narrativa. Incluso tenemos poemas dibujados. Encontramos así, dentro de las páginas, teatro, prosa, verso y, sobre todo -con independencia del formato elegido por Céspedes para contarnos la subyugación del universo-, ciñendo cada palabra, reflexión. «Todo eso define nuestro paso por el planeta». Pensamiento crítico obligado, de gran cohesión intelectual, que nos hace leer y releer algunos de sus pedazos. Uso esta palabra, pedazos, porque durante la lectura he sentido que nosotros mismos somos pedazos; como los trozos de los icebergs que van, poco a poco pero sin tregua, desprendiéndose y ahogándose en el mar.

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El libro está divido en dos partes: 'El teatro de lo absurdo' y 'El teatro de la crueldad'. Esas partes, a su vez, son actos -'Esperando a Godot' y 'El caballo de Turín'-, y estos están fraccionados en cuadros, que son los poemas. Y el cuadro número 3 del acto primero está dedicado a la memoria de Luis Sepúlveda. También a Carmen Yáñez. El propio autor explica en una nota a pie de página cómo se gestó este cuadro y su evolución.

Les decía que nos hace leer y releer algunos pedazos. Bien, en mi caso, he vuelto varias veces, no me lo podía quitar de la cabeza, al cuadro número 4 de la segunda parte. Y volveré. Estoy segura de que lo haré.

Dice la publicidad del libro, la frase con la que quieren que nos acerquemos a él, que esta es una poesía que haría llorar a Nietzsche. No lo sé. No sé si el filósofo alemán derramaría lágrimas. Quizá, en realidad, él sea las lágrimas de la última parte del libro, abrazado a un caballo en Turín, en la Plaza Carlo Alberto, mientras a su alrededor el mundo se desdibuja. El nuestro también lo hace. También se desdibuja; si bien, en nuestro caso, somos nosotros y no una posible enfermad la que tiene y usa las herramientas que lo desfiguran y destruyen. Es nuestra fatalidad, la fatalidad de lo humano, la que derrite los icebergs y nos aboca a la desolación.

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