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La epidemia terminal del tiempo

Viernes, 8 de marzo 2024, 01:00

Ni siquiera el pasado soporta la eternidad, pues anda a expensas de la fiebre del olvido. Y qué decir del presente, tan inconsistente y efímero. ... El futuro sí puede durar por siempre, pero debe mantenerse bajo el espectro de la llama de la esperanza. Gabriel Artisu y Adriana Zuber se amaron en la juventud. Se amaron pensando que sería para siempre. Un día él se fue a cumplir con un destino escrito por su padre, un hombre débil y culto que había sufrido mucho durante la guerra y que quería proteger a su hijo de sus propios miedos. Arbisu se fue al extranjero a estudiar y Adriana se casó con otro. Él hubiera querido dedicarse a la música, le gustaba el violonchelo, pero se dejó llevar por la voluntad del padre. Cuando Arbisu volvió, y a pesar de que Adriana estaba casada, se siguieron amando y una noche se amaron por última vez, porque él se fue a California. Era el año 1967. Allí triunfó, se casó y fue una figura importante en el mundo de las finanzas, las relaciones sociales y del arte. Al principio hubo alguna carta, pero la fiebre del olvido acabó con todo, y pasaron cincuenta años, y llegó la vejez, y el poderoso Artisu, después de superar un cáncer, un día escuchó el nombre de Adriana Zuber, pronunciado por un joven profesor español sin suerte, con quien, tal vez por esa circunstancia y a pesar de la diferencia entre ambos de edad y condición, comienza una relación de amistad, que sirve de hilo conductor a la narración. Pero la Adriana Zuber a la que se refería el profesor Julio Máiquez no es el amor de Arbisu, sino su hija, que también es profesora en EE.UU. El nombre fue una señal, una advertencia, una llamada, como si el futuro y el pasado se rozaran por un momento bajo la vieja llama de la esperanza. Entonces todo lo que la vida tenía de superficial, de superfluo, todo lo que parecía valioso perdió de pronto su brillo y sólo una idea salvadora y obsesiva permaneció en la mente de Arbisu, quien pasó por España y buscó a Adriana, la de antes y la de siempre, y la encontró vieja e impedida en una silla de ruedas deseando la muerte. Y este encuentro, medio siglo después, conforma lo sustancial de 'No te veré morir'. La última obra de Antonio Muñoz Molina (1956) es una novela tierna, hermosa y emotiva sobre el amor quebradizo y eterno, sobre los emigrados que pasan a ser ciudadanos de ninguna parte, sobre la España de la posguerra aislada y en ruinas, sobre las vocaciones frustradas, sobre la «química voluble de la memoria de los sueños», sobre la intoxicación de la vanidad y del dinero y sobre la vejez y los efectos de la «epidemia terminal del tiempo».

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