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Miranda, con una modelo, frente al viejo retablo, en 1933.
1973. Hace 50 años.

Por fin en casa

Sebastián Miranda, con 88 años de edad, llegó a Gijón, donde se ultimaban ya los preparativos para recibir el Retablo del Mar

Habían pasado 40 años y mucho trasiego histórico desde que comenzamos a esperar el Retablo del Mar. El momento, por fin, había llegado. Sebastián Miranda ... llegaba a Gijón para presentar, por fin, su obra magna. «Estás allá arriba, esperándole frente a la Casa de Jovellanos, y a 200 metros ya oyes su voz retumbando por encima de árboles y edificios, por encima de distancias y de años», contó EL COMERCIO de hace medio siglo. A cada paso por sus más de cinco metros de largo, un nombre, un recuerdo, un alguien que ya no está. Y frente al retablo, «con ojos de padre», el artista. «Esta es la obra que yo dediqué a mi mujer para demostrarle que era trabajador», decía Miranda, ahora, recordando. «Se suponía que como amigo que era de bailarinas, toreros, artistas, me pasaba la vida de juerga y no era así».

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Decidió retratar la vida cotidiana del barrio alto. La del esfuerzo, la de la mar. Y triunfó. «Cuando lo expuse» -en 1933- «había atascos, la gente iba en autobuses desde toda Asturias para verlo». De aquello ya no quedaba nada. El retablo original se perdió en la guerra; así como Miranda perdió también a Lucila de la Torre. «No sentí nada», contaba hace cincuenta años. «Yo estaba completamente anestesiado por la muerte de mi mujer y de su madre. Luego, mi casa estaba destruida. Lo demás, en aquellos instantes, no me importaba».

El nuevo retablo llegaba a Gijón como fin de aquella larga etapa de anestesia. Contamos en EL COMERCIO que Sebastián Miranda, de 88 años (murió un par de ellos más tarde) se paseaba a su derredor observando hasta el más mínimo detalle y hablando con sus personajes. «¡Pobre Miguelón! Todo el mundo se reía de ti. Pero ¿qué tiene? ¡Ay, si tiene rota la cabeza! Tengo que llevármelo a Madrid y hacerlo en bronce o en madera. Déjenlo ustedes aquí para el día de la inauguración» -ya quedaba menos- «y luego lo llevaré para arreglarlo. ¡Pobre Miguelón!».

Gijón, para Miranda, ya solo eran recuerdos. «Solo estaré hasta el día que se inaugure. Luego me iré a mi casa de Madrid (...) Como en mi casa no estoy en ninguna parte». Y el retablo, en la suya.

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