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Han pasado ya 47 años de la muerte de Nicanor Piñole, doce días después de cumplir los cien, el 18 de enero de 1978. Sin embargo, hay aún testimonios en Gijón de quien, por uno u otro motivo, entró en su día en aquel portal del número 5 de la Plaza de Europa para visitar al genial pintor, acaso el mejor que haya alumbrado Asturias, en ese histórico bloque de viviendas que acaba de ser demolido ante la expectante mirada de la ciudadanía.
Enrique Rodríguez, Kiker, llamó un día a aquella puerta siendo él una gran promesa, apenas veinteañero, y el maestro, un consagrado pintor nonagenario. Sería a principios de los setenta. Kiker había leído en EL COMERCIO el caso de una niña con un grave problema de salud que debía ser operada en Estados Unidos. El padre estaba desesperado y él le propuso organizar una exposición benéfica cuya recaudación se destinaría íntegra a la causa. Eso le llevó a llamar a la puerta de Piñole. «Me abrió Enriqueta, le expliqué el motivo de mi visita, me hizo pasar y me dijo que esperase. Al cabo de un rato apareció Piñole con una sanguina preciosa, enmarcada, que donaba para la causa. Me invitaron a un café y fueron ambos muy amables», rememora.
¿Y cómo era aquel lugar? «Pues era una casa antigua y recogida. Yo estuve sentado en una mesa camilla cerca de una ventana. Pero con el acojone que tenía no me fijaba en las cosas. Para mí era como hablar con Dios», recuerda el pintor allerano afincado en Gijón desde 1963. Con el tiempo, Kiker, además de reconocido artista, iría haciéndose con una gran colección en la que destacan sobremanera varios piñoles. «Tengo sanguinas, autorretratos, paisajes, un desnudo precioso e incluso una de esas gallinas que le gustaba pintar», revela.
Otro colega del pincel, Carlos Roces (Gijón, 1934), tuvo «muchísimo trato» con Piñole en su tiempo y en alguna ocasión, claro está, le visitó en su morada, donde «había papeles y bocetos por el suelo en un cierto caos, a veces los pisábamos sin querer y luego él rescataba uno para utilizarlo por la otra cara». Roces agradecía muchísimo a Piñole que acudiera siempre fiel a ver sus exposiciones y disfrutaba con él de tertulias que se iniciaban en la galería Altamira para luego irse a alternar por Gijón. En ese contexto, niega rotundamente la fama de Piñole de hombre frío, silencioso, inconmovible y huidizo. «Con los amigos sí que era expresivo. Yo, de hecho, me lo pasaba muy bien con él», corrige. No olvida, por ejemplo, una ocasión en la que fueron juntos a pintar paisajes a Oseja de Sajambre.
En esa línea abunda con sus recuerdos Rafael Loredo quien, a sus 83 años, se visualiza de niño asistiendo a los encuentros de su abuelo procurador, del mismo nombre, con el propio Piñole y otros dos habituales: Figar, empresario de panaderías, y el general Fernando Arroyo. «Se veían los cuatro en el despacho de mi abuelo, en Covadonga 10, y luego iban a tomarse algo a una sidrería más allá de la Plazuela», recrea. «Los cuatro iban siempre muy elegantes y eran muy ceremoniosos, tratándose siempre de usted. ¿Qué le parece esto don Nicanor? Pues mire usted...; algo que choca mucho escuchando a los jóvenes de hoy». Así eran sus conversaciones.
Nicanor Piñole prácticamente inauguró la casa construida en 1888 por encargo de su tío indiano Manuel Prendes. Antes había vivido en las calles Munuza y Corrida con su madre, Brígida Rodríguez Prendes, y sus tíos Manuel y Manuela, con quienes se instalaron tras la prematura muerte de su padre. En aquel tiempo, estudió en el colegio Santo Ángel, en el de Jesús, en el de 'Manuca' (apodo del padre de Adeflor por mandar poner la mano a los alumnos) y en los jesuitas. Visto su talento, su tío se lo llevó a Madrid a la Facultad de Bellas Artes y tras una breve estancia en París pasaría dos años en Roma, de 1900 a 1902. A su vuelta, la carrera de Piñole no tiene ya freno. Autorretratos, retratos (Alfonso XIII, Castelao, Gerardo Diego, Brígida...), paisajes, desnudos, tipismos asturianos... La guerra civil provoca un seísmo en su vida, tutelada por una madre que se ocupa de todo: hacerle las camisas, la comida, llevarle las cuentas. Estalla la guerra y se van todos a Carreño; todos salvo Nicanor, que se queda para evitar que les incauten la vivienda.
El tiroteo en torno al Cuartel de Simancas se escucha nítidamente desde la plaza de Europa. Hasta tal punto que unos milicianos llaman a su puerta. Creen que les disparan desde su tejado, pero acaban por concluir que es el eco de las balas. Aburrido, sale un día a caminar por Gijón y le dan el alto. ¿A dónde va? «Por ahí». Le entregan una pala y le ponen a desescombrar. Tras la guerra se reagrupa el clan familiar. Brígida recupera el control hasta su muerte en 1954. Tiene 97 años. Ocupará su lugar la criada, Enriqueta Ceñal, con quien se casa en 1972. Él con 94 años, ella con 48. Será quien lo cuide y quien administre su legado, con la cesión de obra que propició la apertura del museo frente a su hogar, en lo que fuera el Asilo Pola, y la de su casa mariñana de Cabueñes.
Cuando muere Piñole el 18 de enero de 1978, tras muchos homenajes, no hace sino acrecentar su leyenda. Queda su magna obra. Y los recuerdos. Como el de Luciano Castañón (Gijón, 1926-1987) cuando describe en su biografía esa casa «de habitaciones vastas y altas, con las contraventanas entornadas donde todo se sumía en un ambiente silencioso y sombríamente conventual», llena de cuadros por todas partes, «con los que había que tener cuidado de no tropezar». Había un «humus flotante» en el ambiente, «un poso acumulado por los años y una laboriosidad fecunda llena de personas, de motivos, de paisajes... y todo ello constituyendo una constelación de color». Allí fue invitado un día a cenar con Gerardo Diego y Piñole «y entonces resultó que los silenciosos éramos tres».
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Óscar Beltrán de Otálora, Gonzalo de las Heras e Isabel Toledo
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