En estos días en los que las lecturas bíblicas trascienden, por tradición, a las bancadas de los templos, me gustaría honrar al mundo animal, que ... no sale demasiado bien parado en el Libro por antonomasia, por más que se inicie con la creación, por Yahvé, de la fauna voladora y acuática y luego la terrestre, en el día quinto, según el Génesis (1.20-25). Pero pronto nos encontramos con muchos animales considerados impuros, no susceptibles de ser sacrificados, como el cerdo, los conejos y, curiosamente, los camellos (o dromedarios), pese a ser citados casi veinte veces, normalmente domesticados, en caravana y portando esencias y mirra. Pero no la de los Reyes Magos que, como en el poema de Gloria Fuertes, es pura leyenda y no sabemos en qué se desplazaron los Magos a Belén (Mateo, 2. 1-11), aunque, supongo que no irían en taxi.
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Por Isaías (60.6), deducimos que, si esa multitud de «camellos jóvenes de Madián y de Efa [hijo y nieta de Abrahán]» iban a traer «buenas nuevas de las alabanzas del Señor» y llevaban en su carga oro e incienso, los supuestos Reyes de Oriente, harían lo propio. Y ya vemos: seres tan buenos y tan útiles, no eran puros. A algún mandamiento mosaico faltarían.
Oros semovientes tienen mejor fama en los textos sagrados. El burro es el paradigma de la mansedumbre y la paz, frente al bélico caballo, terrorífico en el capítulo sexto del Apocalipsis y los cuatro evangelistas recogen la entrada del Mesías en Jerusalén a lomos de un pollino, cumpliendo la profecía de Zacarías (9.9).
Los peces son sólo objeto de subsistencia, en pescas y multiplicaciones milagrosas. De los rituales del cordero en la Pascua y de su simbolismo, no hace falta hablar.
Yo, que soy amante de los animales, singularmente de los gatos, aunque los perros también me atraen, echo en falta la ausencia absoluta de los primeros en la Biblia, por más que fueran conocidos y apreciados en el Antiguo Egipto. No sabían los profetas y otros autores de la obra lo que se perdían. En el caso de los perros -impuros en otra religión del Libro, la de la amada gata Muezza del Profeta-, tampoco hay una atención ni un buen trato literario: «no deis a los perros lo que es santo», escribirá Mateo (7.6). Y también es despectiva la preposición inicial de «hasta los perros venían y le lamían las llagas», que Lucas, inserta en la parábola del rico y Lázaro (16. 19-21). O, en fin, en el milagro curativo en que el mismo Cristo afirma que «no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos»; diminutivo que suaviza un poco el aserto (Mateo, 15. 26-27).
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Pero lamentando esa minusvaloración de estos queridos compañeros, dejo las acotaciones religiosas (que creo culturalmente muy útiles, creencias al margen, para no caer, como un gran diario, en la barbaridad de situar a la Virgen dentro de la Trinidad) y me paso al agradecimiento a otros animales menos frecuentes en nuestra vida ordinaria.
Estamos aún lidiando con la pandemia y el esfuerzo de la Ciencia y la celeridad en alcanzar vacunas frente al coronavirus, están siendo admirables y propias de animales divinos, a veces mal alimentados por la escasa inversión en investigación, como aquí sabemos bien.
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En ese esfuerzo, hasta la primera inoculación a un ser humano, ha habido, como en toda experimentación biomédica, miles de animales de por medio, desde cobayas o asimilados hasta seres muy próximos a nosotros, pasando por una amplia representación de la zoología. Y la mayoría, se habrán quedado en el camino, sin quererlo, ni saberlo, ni conocernos. No como canes y felinos que nos veneran. Por tanto, gracias. Como debiéramos darla a todas aquellas especies que nos vienen dando sustento desde siempre.
Y singularmente, quiero recordar -aunque la historia tuvo un trágico final- al caballo Jim, al que el doctor Hermann Biggs logró extraer el suero de la antitoxina de la difteria, en 1894. Gracias a él no perdí la vida en mi primera infancia. A él y a la intuición de mi padre y del gran pediatra que fue don Paulino Prieto al que, con mi gratitud eterna, quiero terminar estas líneas.
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