El día -como la vida misma- va yendo con rapidez de la luz a la sombra. Aprovechando el atardecer de estos días pasados -viento sur, ... mar en calma, noche tranquila y serena- salgo de la cueva digital del wifi y, a través del Piles, voy hacia la mar de San Lorenzo a esperar que el ocaso ponga la mar color del Whisky, y que el violín de Cecilia, al pie de una farola estilo Gijón, interprete 'El Cisne' de Camille Saint-Saens, como lo suele tocar algunas tardes/noches de este enero cabrón. Desde uno de los asientos del Cascayu, naipe de colores que no está afumado ni recalentado por los escapes de los coches, veo toda esa infantería de infancia correr y jugar con sus abuelas; y el suave tránsito de los ciclistas (altos pies calzando pedales) y chicos y chicas de lycra y millas por delante, y paseantes que avanzan despacio y otros sacando pecho con piernas seguras. Veo la mar y me gustaría ser el timonel de ese velero que a lo lejos diviso allá en la raya. Y ojalá -pienso- los coches por los centros de las ciudades empezarán a considerarse como un final de raza, para dar principio a otra raza de transporte muy distinta.
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Sobre la mar se han ido posando las acuarelas verdes, rojas y amarillas de los neones de Bella Vista y Casablanca. ¡Ah Casablanca! 'Tócala otra vez, Sam'. Y es verdad que el miedo camina solitario por las calles, y que aumentan las neurosis y los trastornos de ansiedad. Todo, sí, ha dado la vuelta de golpe, pero la peste no puede hacer de este mundo su reino. Gijón debe seguir teniendo las ventanas abiertas a su mar y su playa limpia, porque todos los caminos de esta ciudad no van a dar a Roma, sino a la mar: y son caminos siempre de esperanza y nuevos horizontes.
Todo lo que en estos momentos está sucediendo en el mundo puede servirnos de toque de atención. Es una nueva meta la que tenemos por delante para alcanzar el desarrollo sostenible, para luchar contra la contaminación, para conseguir que cada vez haya más parques y jardines, para mejorar el medio rural, además de ayudar a los colectivos más castigados. Todo ello a través de pactos sociales y políticos, sin tanto insulto ni graznido de plumillas de ganso, muchos de los cuales serían incapaces de gestionar un estanco.
Haciendo caso al gran poeta Alberti, bajo hasta el nivel de la mar, que hoy peina la playa con suavidad y ternura. Mis huellas van quedando en una arena limpia y un poco mojada. Cecilia Aivar sigue bajo la farola acariciando su violín. Y suena 'El vals de las olas'.
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