Esa necesidad primaria de domesticar el caos suele conducirnos a compartimentar la vida, a etiquetar, a pintar líneas en los mapas y a hacer señales ... en el tiempo. Al final todo consiste en dibujar fronteras que delimiten fragmentos de un infinito demasiado grande para entenderlo de una sola vez. Por eso nombramos pedazos de tierra, por eso inventariamos emociones. Por eso los calendarios que empiezan en enero y terminan en diciembre. Por eso los últimos días del año creemos inocentemente que cerramos una puerta y recibimos enero como si fuera posible estrenar la vida.
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Y suele funcionar. Hemos hecho de la necesidad de poner un poco de orden en el desconcierto que es ir viviendo, una estructura que nos permite movernos con una cierta decisión, esquivar naufragios, aferrarnos a convicciones inventadas y hasta sobrevivir a las derrotas. Cuadriculamos el tiempo, lo atomizamos, y creemos que nos hacemos dueños de ese ingobernable desorden.
Solía ser así, pero igual empezamos a entender que ya no. Que cualquier intento de poner un punto y seguido en el calendario sucumbe ante la contundencia de lo inevitable, que prefiere las comas y si acaso los puntos suspensivos. Que el tiempo que tratamos de encerrar en un almanaque tiene sus propios planes. Que a las agendas les sobran o les faltan páginas porque nada es como planeamos.
No habrá balance de este año sin que la primera conclusión sea que es imposible hacerlo. Que vivimos un tiempo que excede las fechas, que se extiende más allá de los propósitos y los planes, y que mirar hacia atrás para, no ya analizar, sino simplemente enumerar, es una tarea que trae consigo una melancolía demasiado pesada, y el pasado más reciente, el que empezó cuando no teníamos ni idea de nada, y mira que nos creíamos listos, nos nubla la mirada. Porque hay lágrimas, muchas, que ni siquiera nos hemos permitido llorar.
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Cualquier balance que intentemos hacer será tan provisional que no proporcionará ningún consuelo a nuestra urgencia de mantener bajo control la vida. Después de la última campanada seguirá la pesadilla, lo de la vida nueva será más mentira que nunca, seguiremos escuchando cifras, esa estadística que disfraza tanto miedo, tantos planes desbaratados. Y seguiremos sin ser capaces de hacer ese inventario del tiempo que encerramos entre dos fechas creyendo que así podríamos siquiera entenderlo. Sin la distancia para comprender qué pasó, por qué perdimos tantas cosas que ya no recuperaremos jamás: personas queridas, proyectos, pedazos de vida, amores inconclusos, abrazos aplazados, todo aquello que nos iba a suceder esa primavera que no existió, los lugares que no pudimos conocer, las sonrisas embozadas, la decepción de tener que confirmar que aunque queríamos ser optimistas, no era cierto lo de que saldríamos siendo mejores: los que ya eran mejores lo son más, pero los peores han tenido ocasión de demostrar que podían ser aún más miserables. Todo, también lo bueno, envuelto por esta niebla de melancolía atroz y de incertidumbre que nos disuade de la valentía necesaria para enfrentarnos a ese arqueo que de antemano sabemos negativo.
Solo tendría sentido ese balance si fuéramos capaces de encontrar en el fondo de esa caja de Pandora que fue este año, la esperanza.
De no ser así, y no parece muy probable, casi mejor lo dejamos para el año que viene. Como casi todo.
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