Los recuerdos son como el alimento del tiempo, como la lluvia que cae despacio sobre los yermos caminos del cerebro, como la brisa fresca que ... resucita el discurso de los pensamientos. Son como árboles del bosque tupido de la memoria. Si te miras en ellos reconoces aquello que echas de menos para seguir viviendo. Hay memorias de naturaleza diversa.
Publicidad
La primera memoria de la vida es la memoria oral o de las abuelas. Para mí (como para quien la vida y la muerte confluyen en el olor de la propia tierra), en el principio eran las abuelas. Ellas crearon mundos, perfilaron propósitos y reconstruyeron historias. Ellas relacionaron cada recodo de los senderos, cada manantial oculto entre los helechos, cada matojo de hierbas curativas, cada caverna secreta o cada oquedad de musgo en los castaños viejos con duendes nocturnos de ojos fosforescentes, con luminosas doncellas de agua, con personas raptadas por los espíritus del bosque, con estantiguas a la deriva o con mariposas que encerraban en sus alas de colores algún secreto de la vida y puede que de la muerte. Yo escuchaba agitado y feliz mientras llenaba la boca de moras, los bolsillos de arándanos y la memoria de palabras que pertenecían a esa lengua asturiana tan maltratada y tan poco consentida.
Así es nuestra primera memoria: la memoria de lo escuchado en la infancia, y de ella nace la creación literaria y tal vez lo que será la referencia existencial más importante. Es un tiempo que parece perdido, pero que está plagado de destellos. En un rincón de esa memoria tengo un pueblo con árboles fantasmas donde acabaron colgados quienes no pudieron soportar la doble imposibilidad de vivir y morir al mismo tiempo. Hay una fuente de saludes ocultas y unos montes que se abrazaban espantados como si bajo ellos reventara todo el grisú de la tierra. Todas las cosas tenían nombres que parecían propios, porque eran pronunciados en la lengua propia, y nos los borraron, y por eso desapareció parte de aquella memoria. También había hombres con la mina pintada en los ojos y en los mandiles de las abuelas vivía el olor de la leche y también vivía la luna. Esta memoria nos sirve para contar lo que solo nosotros somos capaces de contar.
Hay otra memoria, la de lo escrito. Es como una hija meticulosa y sabihonda, pero a la vez rebelde e insumisa, de la primitiva memoria. Lo primero que tengo en esa memoria es un almanaque de San Antonio, colgado de la pared de la cocina, donde mi padre anotaba frases célebres y mi madre las barras de pan que le debía a la panadera. Es la memoria de los libros (esa especie de mentira a medias ante la que nos gusta detenernos). En ella está el brillo de los pescaditos de oro de Aureliano Buendía, la vergüenza de Ana Ozores caminando por el callejón de las calumnias, aquel Pedro Páramo sintiendo las gotas de lluvia estamparse contra el suelo blanco de Comala, el Pelida Aquiles corriendo con pies ligeros a cumplir los designios de Zeus, el enamorado Werther dejando escrito que enterrasen con él la cinta de rojo pálido que su amada llevaba prendida en el pecho, y tantos otros personajes que conforman los habitantes de esa memoria escrita que nos ayuda a vivir de otra manera el tiempo, pobladores de tantos libros que ya forman tan parte de nosotros como las canas que empiezan a poblar nuestra cabeza. Era Borges quien decía: «Como Alonso Quijano, me acuerdo más de los libros que he leído que de las cosas que me han sucedido».
Publicidad
La tercera memoria es, precisamente, esa que guarda las cosas que nos han sucedido y también las que, a nuestro pesar, nunca llegaron a suceder. Estas andan desperdigadas y sin signaturas ni etiquetas por los libros que alcancé a escribir. Muchas murieron de tan poco usarlas. También hay otra naturaleza de memoria a la que llaman informática, pero es gris, blanda y frágil. Es la memoria del tiempo de los laberintos perdidos (eso que llaman modernidad). Es como la anti-memoria porque invita a vivir sin la necesidad de recordar. A mí no me gusta nada esta memoria. Prefiero seguir buscando la luna en aquel mandil de la abuela o arrodillarme con Ana Karenina frente al vagón de los desesperos.
1 año por solo 16€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión