Una ética construida sobre arena
Se pide a los varones autocontención a la vez que se alimenta permanentemente en la industria del entretenimiento, en la publicidad, en las redes sociales y en las aulas la satisfacción inmoderada del apetito sexual
El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer vino enmarcado en España por la polémica de la 'Ley del solo sí ... es sí' y sus contradicciones prácticas, así como por la actitud altanera que la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha exhibido al defenderse de las críticas, recurriendo a la descalificación y a la provocación como principal argumento. Pero más allá de las escaramuzas políticas, me gustaría explorar a continuación otros aspectos de la cuestión.
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Evidentemente, los delitos han de ser castigados y el código penal -con sus presencias y sus ausencias- suele considerarse una imagen bastante adecuada de los valores que sustenta una sociedad. Lo que no resulta tan claro es que las leyes, y menos aún los códigos penales, resuelvan los problemas. Por eso, si no fuera por la seriedad del tema, la fe en las posibilidades cuasi taumatúrgicas de las leyes invita a esbozar una sonrisa indulgente ante la buenista ingenuidad subyacente en ella.
Los penalistas, en general, son bastante conscientes de la poca o casi nula eficacia de las penas a la hora de corregir y prevenir delitos. No es que las sociedades no deban castigar los malos comportamientos, es que la capacidad preventiva de los castigos resulta exigua, al menos si se la compara con las expectativas de lo que se ha dado en llamar 'populismo punitivo'. El código penal o las penas contempladas en una ley tienen ciertamente una utilidad pedagógica, pero son muy limitados en su eficacia. Para prevenir comportamientos violentos, como es el caso en las diversas formas de abuso sexual, hace falta algo mucho más que legislar. La mejor prevención contra los comportamientos violentos es la educación, pero no en el sentido exhortativo con que se suelen plantear estas cuestiones cuando se derivan al ámbito educativo. Además de exhortar y 'predicar' el respeto hacia la mujer, es preciso ayudar a generar, en este caso en los varones, comportamientos virtuosos.
El psicólogo canadiense Jordan Peterson en un pasaje de su '12 reglas para vivir', viene a decir que la existencia de la violencia no necesita explicación. Lo que la requiere es por qué una persona se comporta bien habitualmente, ya que esto solo se consigue con esfuerzo (con un esfuerzo sostenido en el tiempo, normalmente). Con una imagen que me gusta utilizar, resulta obvio que aprenderse el código de circulación no garantiza en absoluto que una persona sepa conducir. Saber que hay que respetar a la mujer no garantiza para nada que un hombre sepa conducirse adecuadamente en la práctica. De hecho, produce escalofríos el crecimiento sostenido, a pesar de todos los esfuerzos didácticos que se vienen realizando, de la violencia contra la mujer, especialmente entre los menores de 18 años.
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La ingenuidad estriba en que culturalmente seamos tan ciegos al respecto y que obviemos por completo la necesidad de formar en los jóvenes la capacidad 'real' de comportarse conforme a lo que se les dice que deberían hacer. Me estoy refiriendo a lo que tradicionalmente se ha denominado continencia o castidad, como parte de una virtud más amplia, la templanza, que modera la necesidad de placer, garantiza el control de los impulsos y hace que a las personas nos guste más el disfrute moderado de los placeres que su satisfacción incontrolada. Obviamente el ejercicio de estas virtudes no es algo que se deba circunscribir a los jóvenes. Si me he referido a ellos se debe al marco educativo del argumento. De hecho, es difícil que los jóvenes desarrollen la templanza si sus padres no se la enseñan a vivir y si el clima social no la favorece.
Por eso, el colmo de la contradicción cultural en esta cuestión reside en que se exija a los varones un escrupuloso respeto a la libertad sexual de la mujer en un ambiente generalizado de erotismo, en el que la máxima teórica y práctica -la propia ley la bendice- sea la satisfacción sin límites de los deseos. O sea, se pide autocontención a la que vez que se alimenta permanentemente en la industria del entretenimiento, en la publicidad, en las redes sociales y en las aulas la satisfacción inmoderada del apetito sexual.
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Como en tantas otras cuestiones, conviven en nuestras sociedades una exigente y admirable ética pública con una muy deficiente virtud privada. Pretendemos edificar un rascacielos de virtud pública sobre la inconsistente arena de personas faltas de virtud. Lo malo no es que esto ocurra. Lo peor es que no seamos conscientes de la existencia de tal contradicción cultural; o, quizá peor, que tal contradicción no nos importe; que le hayamos comprado a Freud, Marcuse y otros la moto de que la continencia es represiva y fuente de neurosis, de modo que dar rienda suelta al deseo sexual representa la liberación suprema.
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