Eudaimónicos y hedónicos
Me fascina que de pronto, justo cuando el debate sobre la edad de jubilación está en la calle, la dichosa felicidad eudaimonica esté siento tan invocada: sería la que se consigue alcanzado el potencial y siendo la mejor versión de uno mismo
Cada cierto tiempo algunas palabras pasan a primer plano y de pronto nos las encontramos por todas partes. Con el tiempo vamos aprendiendo que esa ... explosión lingüística raramente es inocente. Algunas veces, cierto, se trata de modas propulsadas por medios de comunicación o por redes a través de memes más o menos graciosos, pero de no ser así, lo más seguro es que estemos ante la utilización sistemática y profusa de un término que casi nunca es candoroso.
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En los últimos días, mira tú qué casualidad, me he encontrado en varios sitios la palabra eudaimónico, y aunque tenía una idea más o menos vaga y de andar por casa del significado, porque el Aristóteles de la filosofía de COU igual me queda un poco lejos, por primera vez me paré a pensar en ella en serio. En primer lugar, en esa dicotomía que forma con la palabra hedónico, que se inscribe en la eterna dualidad que nos acompaña durante toda nuestra vida, en un afán no sé si clasificatorio o de permanente obligación de elegir. El caso es que a lo que parece existen dos tipos de felicidad, o dos maneras a través de las cuales podemos optar a ser felices. La hedónica consistiría en entregarse a los placeres, que viene a ser lo de abonarnos a la fugacidad de los estados gozosos: comer un pedazo de tarta, por ejemplo, dormir a pierna suelta, dejarse acariciar por las olas. Esa larga lista que todos hemos hecho alguna vez de las cosas que nos hacen felices.
Pero sucede que hay otra manera de conseguir la ansiada beatitud, la eudaimónica, que resulta ser un pelín más complicada. Para alcanzarla tendría que haber, en teoría, aquello del propósito y el significado, es decir: la felicidad eudaimónica sería la que se consigue alcanzando el potencial y siendo la mejor versión de uno mismo. Currándoselo, vaya.
Parece ser que ese tipo de dicha, además, se asocia a una mayor actividad de la corteza prefrontal, que es un área dedicada a las funciones digamos superiores. Esto ya nos va dando pistas. Si además le añadimos lo del altruismo, que es otra característica, pues para qué más.
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Pero no se queda ahí la cosa: para sentirnos radiantes, nos cuentan (y para serlo además eudaimónicamente, que es mucho más elevado que la felicidad esa tonta y hedónica de jugar con videojuegos, canturrear una canción, zamparnos un helado o contemplar la luna, es decir, todo eso que no lleva ni propósito ni parece tener gran significado), uno de los truquis es hacer actividades que exijan esfuerzo. En conseguirlas, en lograr tachar una tras otra las tareas de nuestras listas encontraremos (y no digo yo que no) la felicidad.
Esa es la razón, concluyen algunos casuales y aparentemente inocentes artículos, por la que la gente desea seguir trabajando llegado el momento de la jubilación. Porque son eudaimónicamente felices.
Por supuesto no voy a contradecirlo, que seguramente yo soy más de eso de encontrar satisfacción en ir realizando y concluyendo tareas, y cuanto más me exijan, pues mejor. Ni siquiera voy a entrar, porque no es el caso, en la conveniencia o no de alargar el periodo de trabajo antes de la jubilación.
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Lo que me fascina es que de pronto, justo cuando el debate está en la calle, la dichosa felicidad eudaimónica esté siendo invocada con tanta frecuencia. Como si quisieran convencernos de algo.
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