La falsa ruina del fútbol

Es indecente que con las cifras astronómicas que se manejan

Viernes, 30 de abril 2021, 21:50

Tal vez uno de los sentimientos humanos más arraigados y universales sea el religioso. Consiste en procurar, por parte de quien lo siente, algo más ... elevado que uno mismo, más perfecto, mejor situado con respecto a los avatares azarosos de la vida. Ante la visión de los espectáculos universalmente reproducidos de las ceremonias de confrontación futbolística y de los efusivos seguimientos que generan, cabe preguntarse si no será el fútbol una nueva religión que convoca (como cualquier religión tradicional) manifestaciones irracionales y colectivas que desatan fanatismos y pasiones.

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Los partidos de fútbol se han convertido en ceremonias religiosas, y adquieren significación devota en el comportamiento fanático de los fieles. Los estadios se conforman como templos y a ellos acuden millones de seres humanos con sentimientos de búsqueda de confianza, esperanza y seguridad. Técnicas avanzadas propagan las ceremonias por todos los rincones de la tierra. Los equipos locales multiplican sus seguidores entre gentes de creencias y costumbres diferentes que comparten idéntica devoción. Ninguna actividad en el mundo tiene tal poder de convocatoria.

Los pontífices de la nueva religión son conocedores de este sentimiento universal, viven de él, lo manipulan y lo alimentan. Lo hacen tanto desde las sagradas organizaciones de hermética conformación (FIFA, UEFA) como desde las privilegiadas sedes de los grandiosos templos, construidos al modo de aquellas catedrales medievales. La prohibición de acudir a los templos a causa de la pandemia ha evidenciado carencias profundas de gestión, a la vez que ha evitado la incomodidad de los gritos de protesta de los fieles. Los pontífices se sienten libres en su ejercicio sacerdotal.

Uno de estos venerados pontífices se ha presentado estos días como portavoz de un megalómano proyecto que, según él, vendría a proteger a las congregaciones más poderosas de herejías dañinas y pérdidas irreparables. Apareció quejoso para anunciar la ruina de los grandes mientras, al mismo tiempo, uno de esos grandes despedía al técnico de los entrenos abonándole una indemnización de diecisiete millones de euros. (El ínclito cesado acumula ya cuatro despidos multimillonarios). Por más que el pontífice vocero pusiera la misma cara y utilizara el mismo tono de voz que el bueno del padre Ángel cuando denuncia las colas del hambre, sus palabras no incitaron a la comprensión sino a la incredulidad y al rechazo. La declaración me resultó patéticamente obscena, porque considero indigno que se hable de la ruina de estas 'privilegiadas iglesias' cuando el derroche que practican es escandaloso, cuando abonan sueldos irracionales, cuando firman contratos extravagantes con cláusulas de ciencia ficción.

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Cada una de esas congregaciones abona cientos de millones anuales a sus 'sacerdotes estrella', incluso les pagan los impuestos, y los mueven de unos equipos a otros por cifras imposibles para regocijo de la tribu de los intermediarios de las comisiones astrales. Hay quien lo justifica argumentando que ganan porque generan. ¿Por qué entonces las iglesias en las que ofician resultan ruinosas? ¿Generan o no generan? La ruina es pagar nóminas por encima de los beneficios. Hablar de ruina es hablar de mala gestión, de pésima administración. Hablar de ruina es hablar de las decisiones megalómanas de los pontífices. Es indecente que con las cifras astronómicas que se manejan en el fútbol sus dirigentes vengan a hablarnos de ruina. El proyecto fue rechazado de inmediato por egoísta, insolidario, elitista, personalista y apresurado, y por no contar con el beneplácito ni de los gobiernos, ni de los oficiantes, ni de los aficionados, que no entienden cómo se pueden alcanzar los 'altares' sin las escaleras de la universal competición. Por supuesto los 'engranajes vaticanos' del fútbol-religión, al ver su negocio en peligro, temblaron de cólera y escupieron amenazas.

La urdimbre de esta nueva religión lo invade todo hasta ser capaz de conciliar las contradicciones más ancestrales del ser humano en un único grito de salvación (y de inflexible superstición). Los pueblos son capaces de vivir durante mucho tiempo en el limbo de las ilusiones, porque los pueblos necesitan ilusiones, y el poder lo sabe, se sustenta en ello. Las voluntades se nublan y solidifican en un solo objetivo: el fútbol de cada día; y todas las órbitas de la realidad confluyen en ese objetivo hasta invadir bárbaramente las personalidades de la misma manera que lo hacían las pestes, de la misma manera que tantas veces lo hizo y lo hace cualquier otra religión o cualquier otra pandemia.

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