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Ante un mundo insoportable

Las democracias consolidadas tienen la obligación de no ceder al desaliento ante la aparente inanidad de los esfuerzos por hacer realidad un mundomás justo. La vacuna contra los disolventes populismos se llama pacienciay ha de estar cada vez más incorporada a nuestra cultura política

Miércoles, 22 de noviembre 2023, 21:56

Para todo hay datos. Existe, por ejemplo, un índice mundial de felicidad, que realiza cada año la empresa Gallup y es auspiciado por la Red ... de Soluciones para el Desarrollo Sostenible (SDSN). Con dicho índice se elabora cada año desde 2012 un Informe Mundial de Felicidad. La muestra es de 100.000 personas en 156 países. Se genera así un 'ranking' mundial, en el que España ocupa en 2023 el puesto 33, con un índice de felicidad del 6,436. El primer puesto es para Finlandia con un índice del 7,804, seguido de Dinamarca con una valoración de 7,586. La cosa cambia si preguntamos a los expertos sobre los riesgos globales. El Informe de Riesgos Globales que realiza cada año el Foro Económico Mundial (Foro de Davos) analiza los principales riesgos a nivel internacional. En el informe de 2022 la mayoría de los expertos se muestran pesimistas, pues se sienten preocupados (23,2%) o inquietos (61,2%) ante las perspectivas del mundo.

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Viene todo esto a cuento de mi percepción de que el pesimismo se ha instalado en nuestras sociedades, e intento confrontarla con datos objetivos. En mi opinión, el pesimismo imperante no responde sólo a los riesgos objetivos que existen en el mundo, acrecentados ahora por las guerras de Ucrania y Palestina con sus posibles consecuencias geopolíticas. Nuestra inquietud obedece también, entiendo yo, a nuestra manera de afrontarlos. Tengo la impresión de que el mundo que habitamos se nos antoja insoportable, debido, entre otras razones, a la abundancia de información de la que disponemos, al imperio de las imágenes y a lo que propongo llamar 'gap ético'.

Una de las razones por las que el mundo se nos está haciendo insoportable es porque ahora vemos descarnado y profusamente el sufrimiento que hay en el mundo. Las imágenes, por ejemplo, del hospital Al-Ahli bombardeado en Gaza, las de las ciudades destruidas en Siria y Ucrania, las de los cayucos y pateras, resultan indigestas; igual que ocurre con las imágenes de devastadores incendios forestales en diversas partes del planeta, de los gigantescos basureros de Delhi o de la explotación laboral infantil. Pero, sin necesidad de imágenes, saber de los enfrentamientos e inseguridad en tantos estados fallidos desde Yemen a Haití, pasando por Somalia o Venezuela; de la impunidad de los cárteles de la droga, de la violencia atroz y sin sentido de las maras en tantos lugares, de la situación de la mujer en Afganistán o Irán, por poner sólo algunos ejemplos, es fuente de desasosiego.

El malestar se acrecienta por el choque que todo ello representa con nuestros estándares ético-sociales. Afortunadamente, vivimos en una región del mundo en que, con todas las imperfecciones y contradicciones que arrastramos –que no son pocas ni pequeñas–, aspiramos a grandes ideales éticos de convivencia. Aunque sólo sea en un nivel aspiracional asumido oficialmente, nos sentimos obligados a asegurar un planeta habitable a las generaciones futuras y reaccionamos con exquisita sensibilidad ante cualquier forma de discriminación o falta de equidad. Además, y eso agudiza la desazón, entendemos que esas exigencias obligan de modo universal para con cualquier ser humano.

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El gap ético al que me refería más arriba reside precisamente en la distancia entre esos estándares éticos y la dificultad, si no imposibilidad con frecuencia, de hacerlos realidad. ¿Tenemos, por ejemplo, los países desarrollados la capacidad de dar respuesta verdaderamente satisfactoria a los movimientos migratorios? La misma pregunta se nos plantea cuando queremos conciliar los desafíos medioambientales con el desarrollo de los países emergentes, o las exigencias de la economía verde con la competitividad económica en un mercado mundial en el que no todos aceptan las mismas reglas de juego.

Una manera de ilustrar lo que denomino gap ético puede consistir en comparar la ambición de la Agenda 2030 con la posibilidad razonable de su cumplimiento. La mayoría de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) resultan deseables, pero, posibles críticas aparte, los 17 objetivos con sus 169 metas, se antojan excesivos. La comunidad internacional y la ONU quizá deberían ser más prudentes, pues una de las fuentes del malestar del ser humano, y ello vale para los individuos y las sociedades, proviene de las expectativas frustradas.

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En el inicio de su pontificado, Benedicto XVI dijo algo realmente sugerente, que viene al caso. Afirmó que el mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres. Incluso los no creyentes pueden aceptar la segunda parte de la frase. Ante un mundo insoportable, lo más necesario quizá sea cultivar una activa paciencia política. La paciencia es una virtud muy activa, que va más allá de soportar estoicamente la dureza de la vida. Apunta más bien a que nuestra energía y voluntad de transformación no decaigan debido a las dificultades. Las democracias consolidadas tienen la obligación de no ceder al desaliento ante la aparente inanidad de los esfuerzos por hacer realidad un mundo más justo. La vacuna contra los disolventes populismos se llama paciencia y ha de estar cada vez más incorporada a nuestra cultura política.

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