Una conversación pública de verdad

Ninguna ley puede garantizar la sinceridad y la honestidad de los relatos que circulan en una sociedad

Martes, 27 de agosto 2024, 02:00

Uno de los problemas serios que aquejan a nuestras sociedades es la soledad. Hay preocupación creciente por este fenómeno. He oído contar que en Japón ... se paga como un servicio que alguien te escuche durante un rato. Imagino que debe ser algo así como pagarle a alguien para que te acompañe a tomar una cerveza. No lo sé. En todo caso, el problema de la soledad no se resuelve sólo reuniendo personas. Creo que fue Ortega quien dijo que un pelma es alguien que te quita la soledad y no te da compañía. Tener compañía guarda mucha relación con conversar, con tener conversaciones de calidad. Estar acompañados en resumidas cuentas es tener alguien con quien poder hablar. Nos hacen compañía, en definitiva, las personas con las que podemos hablar.

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Pero una conversación es fuente de compañía sólo cuando conecta con el sentido narrativo de la vida, cuando contamos la propia vida, aunque sólo sea un trozo, porque contar la propia vida es, como señaló Ricoeur, algo imprescindible para encontrarle un sentido. Nuestra vida cobra sentido cuando se integra en un relato del que nosotros nos reconocemos como protagonistas. Pero, claro, un relato es algo que nace para ser contado a alguien. Así, pues, la vida tiene verdadero sentido si intentamos darle una dirección y si tenemos a alguien a quien podérselo contar. La moda del tatuaje y del piercing quizás tenga mucho que ver con la deficiencia narrativa de las personas. Quizá son la manera de expresarse cuando no se está en condiciones de articular un relato sobre la propia vida o cuando no tienes a nadie a quien contárselo.

Todo esto tiene su correlato público. Socialmente también son necesarios los relatos. Desde que existen, las sociedades han contado sus historias. 'La Ilíada', 'La Eneida' o los romanceros y las baladas dan cuenta de este hecho humano. Por otra parte, también representa una constante histórica el relato de gestas legitimadoras del poder. La conexión poder-relatos quizá sea tan antigua como la humanidad misma. La historia la escriben los vencedores, se ha dicho siempre. Lo novedoso ahora es la conciencia pública del poder de los relatos. La mayoría de edad, por remedar a Kant, de nuestras sociedades reside en que saben que la política se dirime en los relatos. Por eso, asistimos a una política trufada de relatos. Asistimos a la apoteosis de los relatos políticos.

Aunque diferente de los biográficos, los relatos políticos guardan semejanzas importantes con aquellos. La más relevante es que todos los actores sociales están convocados a establecer un relato sobre su comportamiento público. Cualquier institución, no sólo las políticas, se encuentra ante la tesitura de explicarse públicamente, de construir una narrativa que dé cuenta de sus acciones. Algún ingenuo o, por el contrario, alguien muy taimado, podría pensar que puede valer cualquier relato que ocasionalmente sirva para salir del paso. Pero esa persona, ingenua o taimada, debería pensar que existen especialistas en contrastar los relatos con los hechos. Me refiero a los historiadores y a los periodistas, que vienen a ser los historiadores del presente.

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Hace pocos meses, Pedro Sánchez lanzó su plan de regeneración democrática, que incluye como elemento estrella lo relativo a la transparencia de los medios de comunicación. Este hecho me parece de lo más elocuente para ilustrar lo que intento transmitir. Efectivamente, existen al respecto unas directivas europeas pendientes de implementar muy válidas. Pero lo interesante en la cruzada del presidente es que sus hechos –el momento en el que lo plantea, el motivo por el que lo hace y sus abundantes comparecencias sin preguntas de los periodistas– le quitan todo atisbo de credibilidad. Precisamente porque nos encontramos en un país democrático y porque existe una prensa libre, las hemerotecas confrontan su relato con los hechos. Su relato sobre la regeneración democrática se pega de bruces con su trayectoria y muestra, de esa forma, que no se puede disponer de los relatos con tanta alegría.

Los fontaneros de la comunicación política viven para el día a día, para vender relatos en el mercado, pero suelen olvidarse de que los (buenos) periodistas, los (buenos) medios de comunicación y los (buenos) historiadores van a hacer su trabajo. Los gabinetes de comunicación pueden quizás permitirse el lujo del corto plazo; los verdaderos protagonistas de la historia, no. La estructura narrativa del ser humano no admite bromas, ni individual ni socialmente.

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La vida humana es dramática –que no trágica, necesariamente– porque tiene estructura narrativa. La vida social también. Cuanta más capacidad tenga una sociedad de establecer una sincera conversación pública entre los diversos relatos en ella existentes, cuanto más honestos, cuanto más verdaderos en su intención sean los relatos de los diversos actores políticos, más se aleja esa sociedad de que su relato termine en tragedia. Para que la conversación pública sea verdadera conversación, es preciso que sea verdadera; es decir, que los relatos con los que se acude a la plaza pública se encuentren comprometidos con la verdad, que no sean una fabulación interesada. Pero ni la sinceridad ni la honestidad de los relatos que circulan en una sociedad es algo que pueda garantizar ninguna ley, y también por esta razón –porque no hay forma de garantizarlas– la vida social posee una estructura narrativa y dramática.

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