La guillotina de la libertad
La solemne apuesta francesa por la libertad de abortar deja de lado por completo la situación frágil de muchas mujeres que no querrían hacerlo. Además, si bien hemos comprendido que las generaciones futuras han de ser tenidas en cuenta a la hora de pensar en el planeta, no razonamos igual sobre los concebidos no nacidos
El acontecimiento más relevante en términos de civilización acaecido en Europa en lo que llevamos de año quizá haya sido el apoyo aplastante que el ... blindaje constitucional del aborto recibió por parte de los parlamentarios franceses, en una sesión extraordinaria conjunta de diputados y senadores el pasado 4 de marzo. Tanto el lugar –el Palacio de Versalles– en que se refrendó la medida, como la votación conjunta de las dos cámaras respondían a la intención de rodear el reconocimiento constitucional de la libertad de abortar del aura de un gran momento histórico, de una gran gesta, de ese simbolismo reservado a las grandes decisiones con las que un pueblo se levanta frente a los enemigos de la república. Todo parece indicar que el pueblo francés se sintió heroica y excepcionalmente unido para defender la libertad de la mujer para abortar.
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No es que esa libertad se encuentre muy amenazada en un país en el que en 2022, frente a los 678.000 francesitos que nacieron, se practicaron 234.000 abortos (tasa de 34,5% abortos por nacimientos); pero, claro, una libertad tan fundamental requería un blindaje constitucional a prueba de bombas políticas. El contraste entre este dato y la solemnidad del reconocimiento constitucional dice mucho acerca de las categorías políticas y del sentido de la libertad que se manejan en Francia y, en general, en Occidente. Concretamente, nos dice que nos encontramos, paradójicamente, ante un sentido de la libertad muy poco republicano.
Me remito para sostener esto a la distinción entre dos modos de comprender la democracia que recoge Michael Sandel en su libro 'El descontento democrático', publicado el año pasado. El profesor de filosofía pública de Harvard –Premio Princesa de Asturias 2018– entiende que el sentido republicano de la democracia consiste, sobre todo, en la capacidad de autogobierno de los ciudadanos con vistas a configurar el bien común. En el caso que nos ocupa pudiera parecer que esto se ha cumplido, pero el republicanismo apela, sobre todo a la existencia de bienes comunes, que van más allá de los intereses individuales.
Sandel argumenta en su libro cómo ha sido esa versión liberal, en la que sólo existen preferencias individuales, la que ha permitido que los más poderosos económicamente hayan podido destrozar la clase media estadounidense. El individualismo liberal, argumenta, apela a una supuesta neutralidad moral de los ciudadanos que les prohíbe debatir sobre lo que es bueno o malo para la sociedad. Esto da lugar a una república procedimental en la que sólo cabe sumar –o restar– votos, para blindar las propias preferencias, pero no para articular algo común. Y esa falta de argumentos sobre lo común, explica Sandel, es lo que ha propiciado que la democracia estadounidense vaya camino de convertirse en una plutocracia, un país en el que el poder político obedece a las grandes fortunas.
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Desde mi punto de vista, el aborto se plantea mayoritariamente en nuestras sociedades de manera exclusivamente liberal-individualista. Lo único a lo que nos atenemos en Occidente en materia de aborto es a la libertad de las mujeres. Intentaré argumentar brevemente que nos encontramos ante una versión insolidaria de la democracia. En primer lugar, esta solemne apuesta por la libertad de abortar deja de lado por completo la situación frágil de muchas mujeres que no querrían hacerlo. A ninguna mujer se la obliga a abortar, dirá alguien enseguida. Pues, hombre, sí. A muchas mujeres se les obliga o empuja a abortar: el padre de la criatura, los padres de la embarazada, el entorno, el ginecólogo de turno y el sistema sanitario, etcétera. No abortar se ha vuelto una decisión heroica para muchas mujeres. Seguramente, más difícil para las mujeres con menos recursos. La sociedad está montada para que las dificultades que puede conllevar el nacimiento de un hijo se resuelvan mediante el aborto. Y, si no quieres abortar, ¡allá tú!
Otro elemento que ayuda a considerar deficientemente democráticas las leyes abortistas reside en su completa desconsideración del bien del embrión o del feto. Claramente, el embrión o feto que será abortado no es considerado parte del 'nosotros' que configura su propio futuro. Hemos comprendido que las generaciones futuras han de ser tenidas en cuenta a la hora de pensar en el planeta, como parte de un proyecto común. Pero no razonamos de igual manera respecto a los concebidos no nacidos: a estos no se les considera parte afectada por nuestras decisiones, futuros conciudadanos. Ellos no cuentan. Por eso, no deja de ser sorprendente el caso de quienes solicitan que la motivación de la 'interrupción del embarazo' no obedezca a la condición femenina o de discapacidad del concebido. Sería discriminatorio. ¡Asombrosa lógica!
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En fin, los franceses han banalizado solemnemente una tragedia. Fue un francés, Jean-Jacques Rousseau, quien, en sus divagaciones sobre la libertad y la voluntad general, consideró que había que «obligar a ser libres» a quienes se resisten a lo que la voluntad general determina. La guillotina siempre ha sido buena aliada del sentido francés de la libertad.
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