¿Quieres despedir a tu mascota? Puedes hacerlo en el nuevo canal de EL COMERCIO

¿Moros y cristianos?

Una posible cuestión de reciprocidad relativa a un grupo humano cultural y religioso no puede abordarse como si se tratara de un conflicto entre dos países, única forma política de hablar de reciprocidad

La prohibición acaecida en Jumilla de que los musulmanes pudieran celebrar en un polideportivo municipal su fiesta del cordero tiene unas derivadas políticas de mucha ... envergadura. Además, es una cuestión en la que obviamente hay que distinguir entre las motivaciones expresadas y las reales. Para justificar su propuesta, Vox ha apelado a la laicidad del Estado, lo que resulta sorprendente en un partido tan amigo de peregrinar a Covadonga, y a una supuesta división social producida por dicha fiesta religiosa. Resulta obvio que esas no son las verdaderas razones por las que Vox se opone a la celebración del cordero. A nivel de reacción social, uno de los argumentos utilizados ha sido el de una falta de reciprocidad por parte de los musulmanes en materia de libertad religiosa. En efecto, en muchos países musulmanes o con mayoría musulmana hay graves atentados contra los cristianos. Eso, efectivamente, es un hecho. Este argumento creo que expresa mejor una de las raíces de la mencionada prohibición.

Publicidad

Sin embargo, se trata de un argumento endeble. En primer lugar, porque ese argumento mezcla churras con merinas. En efecto, una posible cuestión de reciprocidad relativa a un grupo humano cultural y religioso no puede abordarse como si se tratara de un conflicto entre dos países, única forma política de hablar de reciprocidad. Otra razón por la que me resulta inapropiado ese argumento proviene de que no podemos comparar los usos y las reglas de una cultura política democrática con los de culturas políticas que no lo son. Nuestro estándar ético y político no podemos establecerlo por el rasero de culturas políticas inaceptables. Claudicar en nuestras exigencias democráticas sí que representaría una rendición cultural. Resultaría lamentable que renunciáramos a nuestros valores democráticos, muy acordes por cierto con la valoración cristiana de la dignidad humana, argumentando que en otros países no están vigentes.

Y aquí llegamos, en mi opinión, a la verdadera raíz del asunto. Tras la prohibición de Jumilla, se encuentra la idea de que el islam es una amenaza para España, para Europa y, en general, para Occidente. Esto se argumenta en ocasiones poniendo el énfasis en los atentados terroristas que invocan a Alá y qué ciertamente no son pequeños ni imaginarios (11-S, 11-M, Charlie Hebdo, Bataclan, Ramblas de Barcelona, amén de los recurrentes atentados en África y Asia contra templos cristianos, especialmente –pero no sólo– en Navidad y Pascua). En otras ocasiones se invoca una presunta intención por parte de líderes religiosos y políticos musulmanes de volver a islamizar España. Esto último me resulta más difícil de admitir, o al menos de darle la virtualidad transformadora que se le otorga.

En todo este asunto, creo que se dirimen dos cuestiones sustantivas. La primera, y nada baladí, es la sospecha de que el islam resulta incompatible con la cultura democrática y de defensa de los derechos humanos sobre los que se sustenta la convivencia política en Occidente. La otra, más genérica, guarda relación con los cambios culturales que conlleva la inmigración. Que se plantee lo primero tiene su sentido debido a los aludidos actos terroristas. A esto hay que añadir la existencia de países donde rige la sharía, incompatible con la separación –de origen cristiano, por cierto– entre poder civil y religioso. Sin embargo, por contundente que sea esta realidad, resultaría intelectualmente precipitado decretar una absoluta incompatibilidad entre el islam y la cultura de los derechos humanos. La experiencia positiva de algunos países musulmanes, la existencia de muchos musulmanes socialmente integrados en países democráticos y la sincera voluntad de convivencia pacífica de muchos de sus líderes religiosos son suficientes razones para no dar por imposible esa integración, por más que ello requiera un esfuerzo considerable. Integración que, por otra parte, muestra la superioridad ética de la democracia.

Publicidad

La otra cuestión sustantiva que se dirime en lo de Jumilla es la de los cambios culturales. La inmigración, sea la que sea, conlleva cambios de ese tipo, lo cual también tiene su aquél. A todos nos gustan mucho nuestras tradiciones –bueno, a mí no todas– y que las costumbres sociales, etcétera, sean de un determinado tipo. Eso resulta comprensible, pero no justifica el rechazo al cambio. Obviamente, los valores sobre los que se asienta la convivencia política no son negociables, pero es ley de vida (o ley de historia) que los usos y costumbres se transformen. Sin necesidad de inmigrantes, España no cesa de cambiar. Lo que carece de sentido es el esencialismo nacionalista de considerar que España (o cualquier país) posee una identidad que ha de mantenerse incólume a lo largo de los siglos.

La inmigración representa una constante que atraviesa la historia de la humanidad. Ciertamente, en muchos casos esas migraciones han traído consigo la desaparición de la cultura preexistente. Si Occidente aventaja a otras regiones del planeta en sus bases ético-políticas, deberá mostrar esa superioridad precisamente en su capacidad de ser fiel a sus valores, a la vez que experimenta importantes transformaciones culturales originadas por la inmigración. Inspirarse en el relato de enfrentamiento entre moros y cristianos no ayuda nada a hacer posible ese proyecto y reafirma la inevitabilidad de la guerra cultural.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

1 año por solo 16€

Publicidad