Escribo estas líneas cuando los tractores de los agricultores europeos llevan días en las carreteras, con un abanico de quejas que van desde las limitaciones ... a la producción y otras regulaciones impuestas por la Política Agraria Común (PAC), hasta los gastos ocasionados por las exigencias medioambientales, pasando por las dificultades que conlleva la digitalización de sus explotaciones, la farragosa burocracia en que se ven envueltos o las restricciones que impone la sequía. En la protesta del campo europeo salen a la luz los costes, no sólo económicos, que conlleva en la práctica la implantación de la agricultura verde. Las grandes cuestiones del medio ambiente se pegan de bruces con quienes se sienten perjudicados por esas decisiones en las que parecía reinar un consenso social y político sin fisuras.
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Estas protestas invitan a reflexionar sobre un aspecto colateral, pero no irrelevante. Me refiero a la comprobación de que el nivel de aceptación popular de objetivos políticos que se consideran consolidados es menor del que se presume. Y merece la pena prestarle atención a esta dimensión del problema, porque los populismos se alimentan, precisamente, de malestares sociales a los que la 'alta política' no ha prestado la suficiente atención. Propongo cuatro posibles explicaciones sobre el origen de tales descontentos, que no son, ni mucho menos, exhaustivas: 1) la inevitable complejidad política de nuestras sociedades, 2) el manejo del espacio y del tiempo en un mundo globalizado, 3) los excesos de lo que yo daría en llamar 'justicia total' y 4) la insuficiente respuesta política a ciertos problemas de calado. Lógicamente, sólo puedo ofrecer en este espacio un pequeño apunte sobre cada una.
Vivimos un mundo caracterizado por su alta complejidad, en la que interactúan una enorme variedad y pluralidad de actores. Las instancias políticas de decisión y control son múltiples y transitan desde los ayuntamientos hasta la ONU, pasando por las comunidades autónomas, el Estado nacional y la Unión Europea. A los ciudadanos nos cuesta aceptar la legitimidad de medidas adoptadas en oficinas tan lejanas, especialmente cuando resultan onerosas. A esto hay que añadir la complejidad misma de una organización social y económica que busca la eficiencia mediante multitud de leyes y regulaciones, así como a través de complicadas exigencias de gestión, comunicación, administración y logística. La famosa 'cadena alimentaria' recordada ahora por agricultores y ganaderos representa una buena muestra de ello. Vivir en el siglo XXI se ha hecho muy complicado, sí. Pero es inevitable.
Otro elemento distorsionante proviene de la globalización, que tensiona nuestras sociedades en su doble eje espacial y temporal. Espacialmente, la globalización plantea el problema de la competencia de mercado entre países o espacios con estándares éticos (medioambientales y laborales, para empezar) muy diferentes. Por su parte, el horizonte temporal de inmediatez en la acción que parece exigir la emergencia climática –un problema global– tropieza con los intereses legítimos de los perjudicados 'ahora' por los cambios estructurales que su implementación requiere. La responsabilidad para con las generaciones futuras provoca en el presente muchos y graves perjuicios económicos y laborales: a día de hoy, la comida ecológica y el 'acero verde' –esto lo sabemos en Asturias– son muy caros.
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A lo ya señalado cabe añadir lo que quizá cabría denominar 'mundo de la justicia total'. La Agenda 2030 representa un buen ejemplo de ello: no renunciamos en ella a ningún ideal de justicia y equidad imaginable. Se desea eliminar todo atisbo de discriminación en todas partes. Uno de los problemas es su implementación práctica. En algunos casos por su evidente inviabilidad y en otros por el sesgo de algunas de las políticas con que se materializa en muchos países: el recurso al aborto o las desaforadas leyes de igualdad auspiciadas por los colectivos LGTB apelan para legitimarse a la 'salud reproductiva' o a la no discriminación por género de dicha agenda. Ciertamente, los Objetivos del Desarrollo Sostenible no incluyen expresamente tales políticas: simplemente deseo resaltar algunas lecturas que se hacen de ellos y la controversia que esto suscita.
Finalmente, y no pienso ahora en la Agenda 2030, deseo referirme a la escasa atención que presta la política a la protección de la familia y a los problemas prácticos que plantea la inmigración. Estoy convencido de que el malestar de muchos padres y madres de familia con leyes que han cuestionado o reducido el papel de los padres en la educación de sus hijos, o que ponen el rótulo de familia a cualquier tipo de convivencia, es mucho mayor del que se expresa en el debate político. También creo que los problemas prácticos que ocasiona la inmigración están insuficientemente debatidos.
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En mi opinión, y el éxito de los líderes populistas lo evidencia, nuestras sociedades se encuentran en una especie de punto de ruptura, que, en caso de producirse, resultaría catastrófico. El proyecto político de la modernidad se encuentra seriamente amenazado por las tensiones a que se ve sometido cuando una parte significativa de la sociedad considera que se ha ido demasiado lejos en el reconocimiento de ciertos derechos y en la imposición de ciertas obligaciones. Una reflexión más sosegada sobre el contenido y los límites de los derechos humanos, así como acerca del sentido de las leyes, es quizá una de las labores intelectuales más necesaria en estos momentos.
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