El Estado que nos protege
Los políticos neoliberales que pregonaban el fin del 'Estado' callan cínicamente cuando llega la catástrofe. Incluso se atreven, si están en la oposición, con un rictus de hipocresia intolerable, a reclamar más ayudas estatales, más intervención
El Estado está de moda, porque está en boca de muchos, para mal o para bien. El concepto apunta a una entidad política soberana asociada ... a un territorio concreto, con una población determinada y dotada de organización legislativa, y conforman el Estado un conjunto de instituciones que poseen autoridad en sus funciones de defensa, gobernación, justicia, seguridad y otras que incluyen, en todo caso, la protección de sus ciudadanos. Decir 'Estado' es decir independencia y es decir poder, y decir 'Estado democrático' es decir, además, protección de los ciudadanos y justicia.
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Nuestro Estado se ha enfrentado últimamente a dos acontecimientos (tan inéditos como desgraciados), que han desvelado de manera nítida sus fundamentos. La universal pandemia y la particular catástrofe climática han dejado al descubierto las entrañas, los músculos, el cerebro y el esqueleto de nuestro Estado. Ante la terrible desgracia ocurrida en tierras levantinas se han escuchado clamores que gritaban lemas contra la ausencia del Estado, obviando que Estado son los ayuntamientos, los sanitarios, los bomberos, los policías o el ejército. ¿Dónde está el Estado?, preguntaba un indignado ciudadano, rastrillo en mano y embadurnado de barro, mientras a su lado un grupo de bomberos manejaba una bomba de extracción. Estado son todos los servicios comunitarios, cada uno de los servidores públicos. Es el Estado quien socorre, asiste, resarce, repara, protege, indemniza y compensa en la medida de lo posible a los afectados, si bien ante un infortunio de tanta magnitud y con tantas vidas pérdidas las reparaciones siempre serán insuficientes. Un Estado fuerte y unos ciudadanos solidarios conforman la única defensa efectiva y posible contra las catástrofes. En la catástrofe valenciana (como en la pandemia) el Estado no ha sido fallido, han fallado personas concretas por su ineptitud, egoísmo o negligencia. El Estado está interviniendo con miles de millones que, por cierto, salen de los impuestos.
El capitalismo ha alimentado nuestra existencia a base de egoísmo, ambición y vanidad; ha exprimido y simplificado tanto su ideología que ha perdido cualquier indicio de humanidad. Las hambrunas del mundo, los millones de desplazados buscando refugio o los barrios miserables de las grandes ciudades son algunos efectos de un sistema para el que no existen las personas más que como productores (más allá de la racionalidad) o consumidores (más allá de la necesidad). El capitalismo se alimenta a sí mismo de manera constante y eficaz. Inventa justificaciones intelectuales o culturales para su inevitable perdurabilidad. Los políticos sin poder no colaboran, sólo ladran para que todo se desmorone, ladran para que el capitalismo bestial recupere el dominio de la pirámide. Fueron educados para ladrar y defender al capitalismo más delirante. Ellos no creen en un Estado fuerte, no creen en los servicios públicos. Por eso pregonan la bajada (incluso la eliminación) de los impuestos. Ellos son liberales o neoliberales. Ellos han pregonado siempre la mínima intervención del Estado en nuestras vidas. Ellos quieren la 'libertad del mercado' y, cuando vengan mal dadas, que cada uno se apañe.
El Estado aparece, pues, no sólo como el más importante (incluso el único) elemento de regulación técnica, sino como elemento de racionalización de los intereses dominantes. Para la economía ortodoxa los peligros siempre vienen de la parte baja de la pirámide, por eso sus propuestas van encaminadas a ampliar esa base reduciendo salarios y pensiones, eliminando gastos en servicios esenciales e inyectando (curioso verbo) dinero en el pico de la pirámide. Las eléctricas, las petroleras o las entidades financieras han recibido históricamente dinero (del Estado) a raudales. En medio de la crisis el aumento considerable de sus beneficios resulta bochornoso, indigno y provocador. Muy explicable desde la lógica del capitalismo despiadado y rechazable desde una visión humanista y solidaria del mundo.
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Quienes han recortado en bomberos, en sanitarios, en policías, en guardas forestales o en educadores se suben ahora a lo alto de la pirámide para gritarnos que nos pongamos a rezar. Es la hora de una política que atienda a quienes sostienen con sacrificio y trabajo la gran pirámide. Es la hora de la razón. Los ladridos sonarán intensos, atronadores, pero serán la prueba de una cabalgadura digna, necesaria y restauradora. Es la hora de aplicar al pie de la letra los mandatos constitucionales: estado social de derecho; búsqueda absoluta de la igualdad; contribución al sostenimiento de lo público según capacidad económica mediante impuestos progresivos; función social de la propiedad o preservación del medio ambiente. Es la hora del Estado. Los políticos neoliberales que pregonaban el fin del 'Estado' callan cínicamente cuando llega la catástrofe. Incluso se atreven, si están en la oposición, con un rictus de hipocresía intolerable, a reclamar más ayudas estatales, más intervención.
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