La fusión de culturas es inevitable
Todos somos de alguna manera migrantes; nuestra defensa de las fronteras es inmoral y carecemos de argumentos para negar a otro su derecho a migrar
Hace unos días visité la ciudad romana y medieval de Tarraco. Me alojé en un pequeño hotel del centro de la ciudad. La dueña, una ... mujer desenvuelta y grande, durante los trámites del registro y sin que yo dijera nada para encauzar su discurso, comenzó a hablarme de la migración. Son mayoría, me decía a la vez resignada y doliente, ellos ocupan la calle y los autobuses y los parques, son árabes y africanos, vienen del desierto o de la jungla o de Dios sabe dónde, y les damos prioridad en todo, es una vergüenza, y no soy racista, pero primero deberíamos pensar en los nuestros, digo yo. El marido, que colocaba en el enfriador unas botellas, añadió que vienen a ocupar nuestros trabajos y a aprovecharse de nuestras libertades. Tomé la llave de la habitación y les dije: si están aquí será porque hacen falta, si tantos hay será que la ciudad y los negocios los necesitan. Me miraron en silencio y de pronto debieron de pensar que tal vez no aprobaba su discurso, y la mujer me dijo que lo cierto es que nos cuesta encontrar camareras de piso. Curiosamente las empleadas que tenían, tanto para la recepción como para la limpieza, eran extranjeras.
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¿Por qué la gente se siente amenazada por algo que ha ocurrido siempre en la historia de todos los pueblos? La migración no se puede detener. Es como el agua del cielo y del mar y de la tierra. El agua está ahí, nunca desaparecerá. El agua es la vida. Podemos encauzarla, aprovechar sus beneficios, pero nunca negarla, nunca detener su necesario fluir con muros que acabarán reventando. No podemos renegar del agua mientras la necesitemos para vivir. No podemos renegar de la migración mientras sostenemos nuestro negocio con migrantes. Todos somos migrantes como todos somos agua. Si a causa del pánico o de un absurdo sentimiento de superioridad o de un nacionalismo trasnochado y egoísta nos negamos a canalizar racionalmente los flujos migratorios o a rechazar a quienes se mueven en busca de una vida más digna nos veremos abocados a la catástrofe.
Europa está envejeciendo. Los sistemas de pensiones y de salud no podrán sostenerse sin migración. Los dueños del hotel de Tarrasa creen, como millones de ciudadanos, que está en peligro nuestra cultura. Toda cultura es un cóctel de culturas y está sujeta a continuas variaciones. Sólo así es posible una cultura viva. El miedo actual a la islamización es idéntico al de los romanos del siglo IV a la cristianización del Imperio. Los españoles no conseguimos en los siglos XV y XVI terminar con las culturas indígenas de América. Se produjeron fusiones, nuevas culturas. La justicia está basada en la igualdad de todas las personas, y puesto que todos somos de alguna manera migrantes, porque lo fueron nuestros antepasados, y no hemos brotado de forma repentina y natural en un bancal de hortalizas humanas, entonces nuestra defensa de las fronteras es inmoral y carecemos de argumentos para negar a otra persona su derecho a migrar. Por otro lado, conviene considerar que muchos migrantes huyen de guerras que nuestra sociedad moderna y occidental ha provocado y sostenido, o de regímenes crueles y totalitarios que nuestras sociedades han apuntalado, o de zonas que bajo la bandera del capitalismo nosotros hemos esquilmado y reducido a la miseria. Somos animales y los animales poseen un arraigado instinto de protección del territorio, pero los animales no conocen la justicia.
El tiempo de la historia observa el ir y venir de los pueblos y en el momento de las encrucijadas se produce el sincretismo de culturas, de religiones, de razas, de ideologías y de sentimientos. Y esto ocurre tanto en agresivas colonizaciones como en migraciones pausadas. La fusión es inevitable. Sus tiempos son diversos. Los muertos se entierran juntos. Las tumbas pueden ser distintas, pero la tierra es la misma. Los vivos se abrazan para mitigar las diferencias, para diluir procedencias, para sentir a la vez las pérdidas.
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El maestro Torga lo gritaba, después de los fusilamientos de Guinea-Bissau: «¡La libertad de cada vida es la dignidad de todas las vidas!». ¿Quién es el osado que se atreve a reivindicar su sangre, su tierra, su genealogía, su historia por encima de otras? Sólo cabe reivindicar libertad, la misma para todos (los que vienen, los que permanecen y los que se van).
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