Una mesa llena de gente. Todos vestidos muy elegantes y con ropa muy cara, de lujo. Ligeros de Dior. Sobre la mesa, colocados estratégicamente, cubiertos, ... platos e incluso copas previamente medidas con esmero. Hasta los floreros y las servilletas se miden. Esquistos manjares a los que nadie presta atención. Es lo de siempre. Están acostumbrados. Copas llenas de buenos vinos y buenos champanes que se alzan y golpean. Chanel y Dom Pérignon.
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Brindemos, dirá uno. ¿Por qué?, preguntará cualquiera. Por nosotros, responderá el primero, por nosotros.
Copas al cielo. Brindis a Mammón, aunque sospecho que ninguno de ellos sabrá quién es ese Dios; si bien, tampoco lo necesitan. No necesitan saber de nada en realidad. Solo deben tener muy claro cuál es su lugar en el mundo que, por norma, lo tienen. Nosotros, me temo, no tanto. Así, ellos brindan por nacer en el sitio adecuado, por heredar un señorío, marquesado, ducado o feudo, o simplemente por ser el hijo de alguien que en los años 80 y 90 fue una figura más o menos destacada del papel cuché. Esto incluye a modelos, toreros, aristócratas de todo tipo, mujeres de cantantes famosos, extranjeros con mucho dinero (a estos nunca se les llama inmigrantes, aunque lo sean) a los que adoptamos como nuestros y que montaban fiestas épicas -dicen las crónicas de la época-, etcétera. Hijos de ricos y aristócratas, vamos. Hijos bien. Hijos de la gran España que se reúnen, ríen y gritan libertad a pleno pulmón, copa en alto, mientras se embolsan cantidades ingentes de dinero perteneciente a todos nosotros. Dinero público. Dinero que bien podía haber servido, hoy todavía serviría, para contratar más medios y mejorar algunos de los servicios de nuestra maltrecha sanidad pública, con todo lo que eso conlleva. Más servicios, más vidas; más medios, más vidas; más personal, más vidas.
Ah, no. Nosotros no hemos hecho nada malo. Es todo legal, dicen sentados en sus yates, contemplando el horizonte del mundo, ese que les pertenece, siempre les ha pertenecido, desde bebés, -ellos lo saben y nosotros seguimos empeñados en que ese legado posfranquista ya no existe, pero existe, está, es y continúa- o conduciendo sus coches de altísima gama camino de alguna nueva mesa donde brindar. Dinero obtenido de forma inmoral, impúdica y depravada durante una de las mayores crisis sanitarias mundiales.
Chanel y Dom Pérignon. Necroeconomía pura o ser un aprovechado de toda la vida de Dios. Aquí Dios queda bien porque en los yates y los coches de alta gama también se va a misa. Les gusta mucho la Iglesia. Las saetas de Semana Santa, los pasos y las procesiones. Brindar desde los balcones. Hijos de la gran España con título nobiliario, herederos de fortunas y destinos; beneficiarios de costumbres que aún mantenemos; hijos con ese lustre del rancio abolengo que se presentan en los despachos como lo hacen en las fiestas. Que posan en su velero y brindan por su éxito mientras sonríen a la cámara y los declaran los solteros de oro o el empresario del año.
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Mucho se habla estos días del discreto encanto de la burguesía, de las familias bien y de sus orígenes, pero se hace con suavidad, como siempre se ha hecho con los grandes de España. Chanel y Dom Pérignon.
Brindemos, dirá uno. ¿Por qué?, preguntará cualquiera. Por nosotros, responderá el primero, por nosotros.
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