No oculto mi satisfacción ante el reciente otorgamiento, por el Ayuntamiento de Gijón, de los títulos de Hijo Predilecto y Adoptivo, respectivamente, a Francisco Prendes ... Quirós y a Luis Sepúlveda. Nada más voy a decir, pues tales reconocimientos 'por aclamación', a poco tiempo de la pérdida de ambos, han sido glosados y elogiados por los medios, por la clase política de todo orden y por los devotos de la Literatura. Si acaso, que qué envidia, en comparación con el torpe y sectario comportamiento del equipo de gobierno de Oviedo, que hubo de recurrir al desempate del alcalde para echar abajo el deseo de todos los demás grupos políticos y el apoyo ciudadano e institucional más numeroso que jamás haya tenido una propuesta en la capital, para rechazar el nombramiento como Hijo Adoptivo del arquitecto Juan Miguel de la Guardia, fallecido hace 110 años. Me temo que este baldón, sin sentido ni justificación alguna (hasta un concejal tuvo que disculparse por mentir con que no sabía del asunto), va a ser una negra sombra en lo que queda de mandato.
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Pero dejo esto aquí: de mi admiración y estrecha afinidad política con Prendes Quirós, poco tengo que añadir; únicamente, lo mucho que ya se echa de menos su ausencia, su verbo, sus convicciones, su autoridad moral y su calidad humana que tuve la fortuna de conocer.
En el caso de Sepúlveda, recuerdo cuando me deleité con 'Un viejo que leía novelas de amor', o su negra 'Nombre de torero'... y tantas más; aunque aún, perdón por la ignorancia, no me he adentrado -¡ay!- en 'El fin de la historia'. Y, cómo no, hasta qué punto he entrado a convivir con sus imaginarios personajes, particularmente con el felino Zorbas, en la afamada 'Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar'. Es lógica, en mí, la devoción por esta obra: la prosa de Sepúlveda me llega; amo la inteligencia y la poco conocida lealtad gatuna y, además, el libro me lo regaló, con un río de cariño, una persona muy querida.
Mi gato y sus antecesores, nunca llegaron a sentenciar 'que sólo vuela el que se atreve a hacerlo', aunque sé -en un caso, desgraciadamente- que lo intuían. En fin, con una maravilla de argumento, de reflexiones, de personajes entrañables y la pluma del literato asturchileno no se podía esperar menos.
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La literatura, como la mitología, está llena de animales humanizados o deificados; de recreaciones antropomórficas para niños que filosofan y para filósofos que se preguntan queriendo ser niños. Y en novelas y relatos con fauna, especialmente doméstica, se puede intuir el sentimiento más o menos animalista del autor. Ya en la cuarta o quinta línea del Quijote, se nos advierte que era un hidalgo de 'rocín flaco y galgo corredor'. Y el pobre Rocinante, bien que comparte las peripecias y desventuras físicas de su enjuto jinete. Y conste que, siguiendo con Cervantes, nunca logré hacer tertulia en 'El coloquio de los perros'. Pero, repito: de cómo se trate -con admiración, cariño, pena...- a los animales se deduce mucho de las querencias de quien narra o construye. Quien haya leído 'Doña Berta' ¿puede soslayar que Clarín, aunque no salga lógicamente, en sus biografías, era un gatófilo de cuidado? ¿A cuánto gatín no se habrá acercado en su primera niñez, en la casa de Mareo de sus abuelos Rita y Ramón y, luego, en la de Guimarán?
La saga de animales en las bibliotecas es más amplia que la de amigos cuadrúpedos abandonados en los albergues protectores. A veces, los de ficción, también están injustamente marginados por los lectores por aquello de las modas y la publicidad, especialmente, de premios, no siempre de concesión justa y diáfana.
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Pero a esta temática, se ha unido, felizmente, otra obra -la tercera que yo conozca- del lenense José Montero García, 'Ladridos al cielo', donde el perro Dos 'con ladridos de aceptación o rechazo', es un magnífico polemista, a la par que compañero, en un texto excelente que repasa más de medio siglo de la vida de un protagonista humano, que es media centuria de esta España que, por cierto, apenas he visto en el reciente discurso del Rey. Y es que, muchas veces, la mirada, el gruñido o el maullido de un compañero de sofá o alfombra son más fáciles de entender que los cánones de un concilio.
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