Hace unas semanas estuve a punto de cerrar algunas de mis redes sociales. Cerrarlas por completo, a pesar de lo que ese cierre puede suponer ... para alguien como yo, cuyo trabajo se da a conocer, en gran parte, gracias a esas mismas redes. Libros, presentaciones, estos artículos y otras colaboraciones, textos, eventos, etc. Todo llega a miles de personas gracias a ellas. Y estuve a punto de hacerlo porque sufrí un ataque que provocaba que recibiera de 200 a 300 solicitudes de amistad por hora. Imagínenlo. Pesado y destructor. Utilizo esta palabra, destructor, porque ese era el objetivo: destruir.
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El ataque, al parecer, según pude averiguar, se debe a la malquerencia de alguien, 'boots' y perfiles falsos. El método exacto no lo voy a desvelar aquí, claro. No voy a dar ideas. Tampoco cómo he averiguado quién y cómo. No obstante, el problema lo solucioné con tiempo de limpieza, investigación y 'trasteo', que es como llamo a pasar horas (muchas) delante del ordenador intentando que 'skynet' no tome el control. Soy muy concienzuda y, sobre todo, cabezota. No estoy dispuesta a que mi trabajo se vaya al garete por los problemas infantiloides de otros (infantiles, pero dañinos). Si bien, lo sucedido me ha hecho reafirmarme en lo dependientes que, por desgracia, algunas profesiones nos hemos vuelto de estas redes. No por gusto, ya les digo, sino porque el mercado así no lo dicta si queremos existir.
Mi carrera, lo que hago, se muestra y llega a otros a través de las redes sociales. Ese es mi camino porque, me guste más o menos, es ahí, en las redes, donde hoy se mira el mundo, aunque ese mundo no sea el mundo real. Los métodos anteriores han muerto. Por ejemplo: escribo un libro, lo publico, sale a la venta, llega a las librerías y a los lectores. Trabajo hecho. Tocan presentaciones, entrevistas y después, de nuevo, escribir otra obra. No. Eso murió. Ya no se mueve así y todos nos hemos convertido en comerciales. Nos vendemos. Periodistas, políticos, artistas, escritores, economistas, etc. Vendemos nuestro trabajo. Mucha gente lee este artículo, también, porque lo comparto en redes sociales. Igual que sabe que participo en la Semana Negra o en la Feria del Libro de Gijón. Es mi ventana, mi oficina, mi modo de llegar.
Vale. Es cierto que hay quien no necesita nada de todo esto. Los grandes de cada profesión. Pero estos tuvieron, en su día, otras redes. Tuvieron otras plataformas, hoy obsoletas, que les ayudaron a llegar donde están y que les permiten prescindir de estas redes sociales que nos atan al resto. Y digo atan porque lo hacen. Nos atan porque se han convertido -las han convertido, y de ahí su gran importancia, por ejemplo, en política y economía, aunque el mundo que muestren no sea el auténtico- en la única manera que algunos profesionales tenemos de mostrar nuestro trabajo y conectar con otros; y eso nos hace vulnerables.
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Vulnerables. Qué palabra tan triste. Una palabra que junto con destructor -que he utilizado antes-, define perfectamente la sensación que se experimenta cuando crees que todo lo que has hecho va a desaparecer y tendrás que empezar desde cero. Y yo tengo una edad, tengo una cabeza que juzgo bien amueblada, pero no todos los usuarios de redes, sobre todo los más jóvenes, han llegado aún a ese punto. Entonces, ¿qué ocurre? Todos conocemos la respuesta. Ansiedad, inestabilidad, confusión, irritabilidad, depresión y, en último término, infelicidad. Pero ojo, entendida esta como un desamparo real, un conflicto interior que lleva a la perdida de valoración de uno mismo y de la realidad que lo rodea, confundiendo el mundo ficticio, el del otro lado del cristal, con el de verdad lo que, sabemos, no acabará como aquel videoclip de los 80, 'Take on Me', del grupo noruego A-ha.
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