La muerte de la autocrítica
Cierto es que es muy difícil practicarla si aquellos que te rodean se dedican solo a halagarte, pero los rendibúes hay que tomárselos con cautela
Uno debe saber cuáles son sus virtudes y también cuáles son sus defectos. Para eso, para conocer ambos, es fundamental la crítica de otros, pero ... también la autocrítica y me temo que, por desgracia, la autocrítica está en peligro de extinción.
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Cierto que es muy difícil practicarla si aquellos que te rodean se dedican solo a halagarte, pero los rendibúes hay que tomárselos con cautela y procurar no emborracharse de ellos porque, al final, desvirtúan la realidad y la transforman en un mundo imaginario ajeno al auténtico. Javier Marías dice, y esta vez estoy de acuerdo con él, que «la lisonja nos ablanda a todos y a menudo nos condena y nos pierde».
A pesar de lo dicho, hay a quien le gusta una alabanza más que cualquier otra cosa y debemos admitir que sientan bien. No se puede negar. Gustan. Sean halagos, parabienes, elogios o cualquier otra flor que se reciba, enamoran, pero, ojo, hay que saber diferenciar los aplausos reales de aquellos que son solo un invento. Pura adulación.
Esto del invento no es un asunto baladí porque puede haber loas muy peligrosas que convierten a las personas en dictadores de lo suyo, sea lo que fuere lo suyo. Escritores, artistas, políticos, periodistas, influenciadores, deportistas, etc. Así, no son capaces de ver sus faltas, corregirlas y cambiar un comportamiento que puede hacer daño a otros. Además, tienden a rodearse únicamente de aquellos que les dicen lo bien que lo hacen todo, porque ellos nunca obran mal. Esto lo llevan tatuado. Nunca se equivocan. Nunca fallan. Jamás.
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Estas mismas personas, me refiero a los aduladores, también son los encargados, llegado el momento, de acabar con cualquiera que emita crítica negativa alguna sobre su amado guía, aun cuando esta sea constructiva y solo tenga el único afán de mejorar una situación, trabajo, obra, decisión o comportamiento. Y cuando digo acabar, en este caso, es prácticamente literal. Ataque sin cuartel, sin miramientos, sin mesura. En parte, por eso ha crecido tanto el odio al que asistimos, por ejemplo, en algunas redes sociales. No hay un mínimo de cuidado en lo que se dice ni en cómo se dice, lo que no deja de ser paradójico en una sociedad a la que le gusta tanto hablar de salud mental.
Lo descrito o parte de ello, no obstante, no ocurre solo en el mundo virtual -aunque es en él donde más se manifiesta-, también se da en la vida real. Personas con las que uno se ve obligado a convivir en distintos momentos, que son, seamos sinceros, inaguantables, insufribles y tremendamente dañinas.
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Como decía, nunca obran mal, de ningún modo, y la culpa de que algo no salga bien siempre es de los demás. Las críticas no zalameras que reciben son todas sectarias, malintencionadas y, desde luego, están confundidas. Y este comportamiento sociopático puede llegar a ser muy perjudicial, peligroso de hecho, en función del cargo que el creído ocupe, porque no deja de ser un creído de toda la vida pero con más armas. Las que hoy le brinda la tecnología. Imaginen un político con esta actitud (anaranjado y multimillonario) y este tipo de grupo de fieles a sus pies. ¿Qué puede salir mal?
Curiosamente, no se hace nada o se hace muy poco ante este tipo de conductas lo que bien merecería un estudio concienzudo al respecto. Las dejamos pasar para no convertirnos en el blanco de los ataques airados de fanáticos que, en realidad, y esto es lo más triste de todo, solo están convirtiendo en mediocre lo que les rodea. A quien adulan sin reserva, a su sector y, por contagio, al resto.
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