La primera vez que me enfrenté a la perturbadora idea de que hay una tendencia a pintar la historia a brochazos fue cuando, de cría, ... leí en alguna novela que no recuerdo, la confesión de uno de los personajes acerca de que él (o ella, no puedo acordarme) había sido feliz durante la guerra. La guerra, con aquel sonido de erres espantosas que llevaban el estruendo de los disparos en su propia pronunciación, era para mi imaginación de entonces, y mi capacidad de comprensión, un territorio insoportablemente cruel, lo más parecido al infierno del catecismo y algo que, por supuesto, llenaba mis pesadillas de entonces de amenazas, pánico, y muerte.
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Y de pronto, allí, en aquella novela (es posible que fuera Menchu, la protagonista de 'Cinco horas con Mario') alguien decía que había sido feliz en la guerra y la razón era casi lo de menos ante la contundencia de aquella afirmación. Acostumbrada a los colores sin matices con que se suelen simplificar los acontecimientos, aquella frase me abrió la puerta a un paisaje que con el tiempo ha resultado ser no solo muy útil, sino el único refugio en tiempos de particular zozobra.
Hemos despedido este último año con tantas ganas de largarlo, se han demonizado tanto (y con mucha razón) los días de incertidumbre, de pérdidas, de renuncias, de angustia, que ha sido muy difícil, cuando no imposible, fijarse en las flores que crecían entre tanto pedregal. Hemos vivido tratando de esquivar tantos charcos, cuando no hundiéndonos en ellos hasta las rodillas, que no hemos visto que en algunos se reflejaban también arcoíris. Nos han dolido tanto las ausencias que se nos ha pasado por alto el valor incalculable de lo que sí teníamos.
Tantos libros de autoayuda vendidos, tantas frases de calendario, tanta poesía de todo a cien consumida durante años, para luego olvidar, llegado el momento, que también es posible encontrar la felicidad (¡qué palabra!), en lo más oscuro.
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Tengo dos amigas, dos, que encontraron al amor de su vida este año. Amigos que han tenido nietos, algunos esperadísimos. Otros han superado un cáncer en estos meses. Gente que quiero que ha visto cumplidos algunos sueños: premios, éxitos académicos, primeros libros publicados. He visto florecer amores adolescentes y celebrar embarazos que desafiaban cualquier temor. He sido testigo de pequeños milagros, de la existencia de héroes casi clandestinos, y he aprendido a identificar sonrisas que no necesitaban de la boca para inundar estancias desde la mirada. He confirmado algo que ya sabía: que quienes más se quejan, generalmente son quienes menos motivos tienen para hacerlo y que quienes más agradecen son quienes más dan. Y por encima de todo me he reafirmado en que además de haber perdido tanto, además de ver cómo el suelo se abría a nuestros pies y, ya de paso, el cielo se nos caía encima, además de tanto dolor, tanta muerte sin despedida, tanto derrumbe, ha habido (sigue habiendo, porque esto no se ha acabado) esquirlas de felicidad arrancadas a este tiempo que ya hemos decretado merecedor de estigma y de olvido.
Que no todo fue naufragio, aunque precisamente el autor del verso que he robado para titular este artículo, haya sido uno de los que se fue, en este tiempo en el que se impuso la derrota, a seguir buscando, a ver si nos enteramos de que existen, rosas en el mar.
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