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Perdón por la tristeza

Sábado, 13 de marzo 2021

A medida que más cosas cree saber una, más incontables se manifiestan esas lagunas que configuran la geografía del desconocimiento. Por eso no es de ... extrañar que haya tenido que llegar a estas edades para saber que los pecados capitales, además de otras variaciones, en su origen fueron ocho. Que lo dejaran en siete no está demasiado claro si tendrá que ver con esa querencia por el número que, desde siempre, ha estado marcado por la perfecta unión de lo divino y lo terrenal, o con cualquier otra razón, pero que la lista se cerrara en esa cifra parece que se debe al Papa Gregorio Magno, allá por el siglo VI, según creo, aunque otra de mis inmensas lagunas de ignorancia tiene que ver también con la Teología.

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Acompañando a los pecados capitales que algunos nos aprendimos en nuestros tiempos de catequesis y los más jóvenes han identificado gracias a Brad Pitt y a Morgan Freeman en 'Seven', había uno más que ahora puede resultarnos hasta extravagante que durante siglos se hubiera considerado falta merecedora de castigo divino: la tristeza.

Con el tiempo y las corrientes psicológicas, y el conocimiento, imagino que habrá llegado a contemplarse disparatado considerar pecado un estado de dolor del alma, y más cuando al persistir, al enraizarse, deviene en enfermedad, y por tanto sin que quien la padece tenga demasiado control sobre ella.

Si los pecados capitales son considerados así, no tanto por lo que son en sí mismos, sino por las conductas que pueden generar, pecaminosas por sus consecuencias, igual tendría que haberse concluido, en la misma lógica, que la tristeza podía ser el pecado capital de los capitales: al fin y al cabo, gran parte de las conductas del resto de los pecados vienen generadas por un estado de tristeza (¿o acaso no es estar tristes lo que nos aboca a la pereza, lo que nos hace pegarnos atracones, lo que nos despierta la ira contra quienes exhiben su alegría, lo que nos hace envidiar a la gente feliz?). No. Afortunadamente, la psicología vino a explicarnos el alma humana, y a la tristeza se le dio la dimensión que tenía.

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O eso creíamos, inocentes de nosotros. Puede que la Iglesia la indultara, pero en un eterno retorno en el que bajo los disfraces subyacen los mismos errores, han venido las modernas religiones de la autoayuda, con su cohorte de sacerdotes y gurús, a demonizar la tristeza. Estar tristes, dicen, es culpa nuestra: no miramos 'bien' lo que nos rodea. No nos esforzamos por valorar lo que tenemos, no tenemos objetivos, no hacemos por crecer, nos ahogamos en un vaso de agua, somos cómodos, somos cobardes. Estamos tristes porque somos egoístas y no pensamos en los demás. No defendemos la alegría (ay, estos, cuando se ponen benedettianos son los más irritantes). Estar tristes, en definitiva, es un pecado, y gordo.

Y a la sombra de esa exaltación de la alegría y esa satanización de lo triste y de todo aquello que se le parezca (abatimiento, pesimismo, amargura, desconsuelo, pena, melancolía, cualquier cosa que no sea el alborozo permanente) florecen los negocios de la felicidad. Y son muchos quienes están cada vez menos tristes, sí: especialmente aquellos que ven crecer su cuenta corriente gracias a quienes han caído en la trampa y se sienten culpables de su pesadumbre, pecadores de su tristeza.

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