El mundo esta bien hecho, meditaba Jorge Guillén mientras se balanceaba en su sillón mecedora. «Beato sillón. La casa corrobora su presencia con la vaga ... intermitencia de su evocación en masa a la memoria». Algo adormecido por el vaivén de estos días de los Premios, la mayor y más impagable proyección universal de Asturias, pensamos que nuestra patria querida está bien. Derrocha encanto, es una tierra acogedora, y posee sabiduría para seleccionar y discernir el talento. Además, la Fundación Princesa de Asturias lleva años demostrando que el protocolo no es una mera formalidad, sino una rigurosa ciencia sobre la que se sustenta el éxito de los Premios.
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Este año obtuvieron el Premio de Investigación Científica y Técnica cinco científicos, unidos por la lucha contra la diabetes y la obesidad. Soy, por parte de madre, de familia de ese tipo de diabetes que se denomina diabetes 2. La primera referencia es la de mi tatarabuelo, Lucas Merediz García–Valdés, al que su diabetes le permitió llegar a centenario. Luego vinieron varios, casi todos longevos y golosos. Heredé esa diabetes –lo de la longevidad está por resolver– y cierta tendencia a lo que en mi familia llamamos un cuerpo Herrero. Gordos, pero sin pasarse. La gula, como creo que dijo Cunqueiro, autor de «La cocina cristiana de Occidente» la consideramos un pecado venial, y no capital.
No soy tan estúpido para negar los riesgos para la salud de la gordura, y del mérito de los científicos que nos ayudan a combatirla. Sin embargo, también veo la felicidad en la Gordas de Botero, una frente al Campoamor, o en el «Gambrinus» de la Cruz Campo, al que por cierto han puesto a dieta. Desde Buda a Chesterton, hubo al menos tantos gordos venerables como enjutos. Ayer nos recordaron que, en nuestro mundo desarrollado, la obesidad es un infierno, un mal. Sin embargo, la gordura también es una beatitud sustentado sobre un pecado placentero y venial.
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